miércoles, 1 de abril de 2009

Reel



Hacía frío como si Satanás hubiera cerrado todas las malditas puertas que llevan del Infierno a este mundo. Frío como si todas las pervertidas pasiones que calientan a la gente hubieran sido dejadas a un lado por esa noche.
Un manto de sucia agua-nieve cubría los prados y caminos del condado de Clare. El viento gélido aullaba a su paso por el bosque. En la encrucijada empalado en una cruz de hierro forjado, los restos putrefactos de un ser mitad hombre, mitad bestia, daban la bienvenida a los que se aventuraban en la desapacible noche.
En el “Arpa verde” era la hora infeliz. Los parroquianos se encogían ante los truenos y el golpetear de la torrencial lluvia contra el tejado de la taberna. Al lado de la puerta colgaban más de una veintena de capas, a cual más empapada de lluvia, a cual más pringada de barro.
La puerta de cristales verdes se abrió al paso de un alto forastero. Un golpe de viento se la arrancó de la mano y golpeó la pared reclamando silencio en la abarrotada sala. No hubo una sola mirada que no cayera sobre el desconocido de larga capa y sombrero de ala. En el suelo quedaron los ramilletes de muérdago, comino y milenrama que protegían la taberna.
Los lugareños escupieron para alejar al diablo, las rameras se santiguaron y los extranjeros llevaron discretamente sus manos al acero. En noches como estas los espíritus corrían por la tierra y siempre, siempre, se paraban en este cruce de caminos.
El forastero restregó sus botas contra la madera del suelo. Cerró la puerta tras de sí y alzó el mentón, mostrando la barba recortada, y en las sombras del sombrero, unos ojos agresivos.
Los observados bufaron despectivos, soplaron alguna mosca del brebaje que bebían, negro como una charca, y volvieron a sus asuntos.
Con paso lento se acercó al hogar, el fuego ardía furioso tratando de prender la cabeza de oso, que disecada rugía en silencio a la sala. Y abriéndose la capa para recibir el calor, el forastero mostró una rapiere de magnifica factura, con gavilanes y guardamonte repujados en plata.
Una camarera, que a todas luces servía comidas carnales además de bebidas espirituosas, se le acercó a cogerle la comanda. Un comentario casual del forastero le hizo volver a mirarlo, sondeándolo con una mirada socarrona y una pose que pretendía ser sensual. Él desplegó su encanto de hombre de mundo y ella admirada se sujetó con las manos a la empuñadura de su espada. Al rato se dejó acariciar casualmente para luego vestir su sonrisa más inocente, que liberó una risa complaciente en el forastero.
Desde el fondo el posadero ladró una orden, reclamando mayor presteza en su asalariada, pero ésta le gritó una mordaz respuesta de vuelta, que aligeró el pésimo humor de la sala. Éste, graznando alguna obscenidad se dio la vuelta para servir al trío de navegantes, tatuados y curtidos, que varaban al fondo de la barra, y que acompañaron a carcajada limpia lo que fuera que dijese.
El contramaestre de éstos sopesaba una larga pipa de marfil, y degustaba un tabaco profundo, cargado de esencias exóticas. Tan oriundas de tierras ignotas como la núbil esclava negra, que sentada en su regazo observaba posesiva la sala. El olor a brea y a sal impregnó la mesa cuando un desconocido, vistiendo un raído capote, se sentó y desplegó ante él una vieja carta de navegación española y una pistola con llave de rueda.
El desconocido, un joven con coleta y una cicatriz que le cruzaba el rostro, hablaba con la falsa seguridad de quien se sabe en frente de un asesino, mostrándose más duro de lo que es, desgranando una serie de anécdotas que captasen la atención del contramaestre. Entonces de la mesa cercana se levantaron una pareja de hombres, grandes como osos, que se alejaron de la conversación, como los venados se alejan del aullido de los lobos. De los lobos del mar.
Aburrida de su parlamento, un zarpazo de la esclava hizo saltar hacia atrás al joven, provocando la risa ebria de los marineros de la barra, que asistían disimulados a la negociación. La mirada sangrienta y ansiosa de la negra hizo que el joven desistiera de seguir hablando, dejando atrás, tras un segundo de duda, mapa y arma.
Desde un oscuro rincón, ocultando su traje brocado y su hermoso cabello rubio bajo una mantilla morada, una noble dama asistía a toda la escena. Una sonrisa maquiavélica emergió en su cara tras catar la copa de vino. Su mirada se desvió desde el joven aventurero ahuyentado hasta el capitán de la guardia que lustraba su mosquete cerca del fuego. El cual cruzó consciente la vista con ella, furioso, y sostuvo la mirada un segundo más de lo que la educación permitía. El secreto mensaje fue lanzado y captado. Luego arrastró la mirada de ella hasta uno de los marineros de la barra, que envalentonado por el aguardiente de caña se separó de sus camaradas para acercarse a la nueva mesa de los osos.
Apenas empezó a lanzar su bravuconada al más cercano, cuando fue agarrado del pelo por el otro montañés, y durante un segundo de pánico comprendió su error, antes de que este le incrustase la cara contra la mesa repetidas veces, haciendo añicos la jarra de cerámica que había sobre ella, y regando sangre y huesos sobre el suelo.
En otro extremo, el rítmico golpetear de la cabeza contra la mesa fue interpretado por los parroquianos como una llamada a la música, y se sumaron con sus jarras de cervezas al tamborileo, que pronto fue acompañado por auténticos tambores, gaitas, flautas y el frenético tañido de unos violines.
Tras unos furiosos acordes, como una mecha de pólvora, la necesidad de cantar se extendió por la taberna, y ante una ronca pregunta, medio local se sumó a una agresiva respuesta cantada al son del repique de tambores.
Y la noche vibró, y al compás de pies y jarras la gente cantó. Cantó para ahuyentar el frío, cantó para ahuyentar al diablo, pero sobretodo cantó para ahuyentar el miedo. Hasta el amanecer.
Kwentaro, veintidós de marzo del dos mil nueve