sábado, 8 de noviembre de 2008

Ecos Gaélicos


Las Sombras aparecieron en el horizonte, recortadas contra el polvo rojo del desierto. Avanzaban lentamente en procesión, imperturbables pese a la fuerza de la tormenta, siguiendo los destellos de las varas de localización. Sus ropas hechas jirones caían muertas, el polvo se arremolinaba con violencia en torno a ellas, como si fueran antiguos Djinns tratando inútilmente de sujetarlas, de tironear de ellas y arrastrarlas al interior del desierto, sepultarlas de nuevo bajo dunas milenarias. Más las figuras, debido a la tenue atmósfera, continuaban avanzando sin oposición, lenta e inexorablemente, sin dejar huellas en la arena.
Deirdre, inmóvil sobre un afloramiento volcánico, abrió los ojos y miró hacia el oeste, había tomado una decisión. El sol se había puesto ya, extendiendo y alargando las sombras por las faldas de las colinas, volviendo el homogéneo tono ocre más oscuro, incendiando al sur las altísimas cumbres de Elisyum Mons y Hecatus Tholus. La incipiente forma de la cercana luna se adivinaba creciendo sobre el horizonte. Ante ella se extendía la inmensidad de lo que otrora fue un inmenso océano, ahora sólo polvo, arena y rocas. 

La inconmensurable soledad del lugar la impregnó. Tristes lágrimas se deslizaron sobre sus mejillas arrastrando el polvo micronizado, dejando surcos claros grabados sobre su reseca piel. Dentro de ella una angustia sin nombre creció cortándole la respiración. Con un sollozo cayó sentada y se acurrucó, abrazándose las rodillas mientras el cabello pelirrojo le cubría la cara. Poco a poco, inconscientemente empezó a balancearse adelante y atrás, mientras el dolor se abría paso, colapsándole lentamente los pulmones, espirando lentamente todo el aire por su garganta, hasta surgir como un mudo y agónico grito por la boca. Su cuerpo se encogió hasta caer de lado sobre la arena. Un hilo de saliva se le escurrió entre los labios mientras pequeñas y brillantes gotas de dolor se le formaban en sus pestañas, mientras sus dedos, enguantados, arañaron el suelo.

Permaneció así durante unos minutos hasta que el frío empezó a entumecerla, adormilándola, alejando de ella el dolor. Qué fácil sería dejarse llevar, rendirse al fin, abandonar toda esperanza y dormir. “La muerte dulce” la llaman. Giró sobre si misma tumbándose para mirar el cielo estrellado por última vez. 


Se acercaba el invierno boreal, la temperatura descendería a unos incómodos 80ºC bajo cero y la tormenta que se avecinaba duraría al menos unas 90 semanas, casi todo un año. En casa, el Mea´n Fom´hair, el equinoccio de otoño, ya habría pasado y la oscuridad habría ido ganando terreno a medida que se acercaba el Samhain. Ahora más que nunca, ese día cobraba otro significado para ella, el cielo y el infierno eran más reales aquí, se fusionaban impregnándolo todo, no había calabazas para ahuyentar a Jack, no había macabros adornos para evitar que los muertos maldijeran o poseyeran a los vivos. 

Luego miró al este, vio como las estrellas, una a una, empezaban a morir en el horizonte. La oscuridad avanzaba deprisa, pronto tendría la tormenta encima. Y con la decisión ya tomada, debía darse prisa. Sin equipo de rescate para ella, sin esperanza ni salvación, sólo tenía esta oportunidad. Así que se levantó con decisión y con solo un tercio de su peso corporal anadeó rápidamente hasta el Rover dejando inmemoriales huellas en el regolito, huellas que sólo una hecatombe del tamaño de un meteoro lograrían eliminar. La femenina voz del ordenador de abordo le dio la bienvenida. Desbloqueó el piloto automático y se sentó en el asiento del conductor. Pronto el vehículo aceleraba dejando a los lados imposibles y monumentales farallones de rocas, catedrales geológicas que sólo un lugar con poca gravedad podrían permitir. La estación se hallaba al norte, bajo una dorsal rocosa entre las inmensas cuencas de Vastitas Borealis y Utopía Planitia, no muy lejos del lugar de areizaje, no muy lejos del lugar del accidente.


El Rover avanzaba a toda velocidad dejando atrás una estela de polvo que pronto se sumó a la ventisca que precedía a la tormenta. Continuó avanzando sobre la planicie a ciegas salvo por las luces frontales del vehículo y el destello puntual de los radiofaros que marcaban el camino. La voz del ordenador informó a la Dra. O´connell que la visibilidad y la velocidad eran inapropiadas y que debía activar el piloto automático. Pero había tomado la decisión, y la imposibilidad de cumplirla, de esperar un año más, crecía dentro de ella inexorable como un cáncer. Debía ser hoy.

El ruido del Rover al derrapar sobre el regolito provocó que las sombras se giraran a observarla. Paso ante ellas ignorándolas, a toda velocidad contra las puertas presurizadas de la estación. Las luces de la base, casi invisibles entre el polvo de la tormenta, destellaron iluminando tenuemente el vehículo, mientras éste, como a cámara lenta, volcaba y rodaba hasta quedar súbitamente detenido, incrustado contra las puertas de atraque.

Deirdre sintió como una mano la sujetaba con fuerza y la ayudaba a salir a través del metal retorcido y los cables del vehículo. El casco y fragmentos del traje desgarrado quedaron atrás.

-Alasdair.- dijo con alivio Deirdre.
-Hola cariño. Me alegro de verte.- sonrió
-¡Aun no os habéis ido!- suspiró con alivio. -Por un momento pensé que me quedaría aquí sola.
-No seas tonta, vendríamos a buscarte, como todos los años.
-No quiero seguir sola Alasdair, no otro año más. No lo soportaría.- Él se sentó a su lado contra la carcasa humeante del Rover y la atrajo hacia sí.
-Ya no volverás a estar sola mi niña. No me voy a ir sin ti.
-Mi niña… Era así como me llamabas cuando nos encontrábamos a escondidas en mi camarote en La Nirgal. El eminente psicólogo y la presuntuosa areóloga, nadie llegó a sospechar nunca nada ¿Te acuerdas?
-Como iba a olvidarlo amor, fueron las mejores noches de mi vida. Pasando las horas entre tus brazos, soñando con el futuro, con lo que haríamos al llegar aquí.
-Habríamos tenido un montón de niños…
-Hubieran sido muy altos con esta gravedad, pelirrojos como tú con esas pecas y esa naricilla respingona que te caracteriza. Audaces e inquietos como su madre.
-E inteligentes y carismáticos como su padre.- Juntos rieron durante unos instantes, para luego acomodarse en su perpetuo abrazo, inhalar el olor de la piel del otro.
-Te habría querido… te he querido, por siempre mi amor.
-Y yo a ti, cada día durante todos estos años desde el accidente durante el areizaje, todos y cada uno de ellos, te he querido. Y te he esperado.

Y se miraron, y durante un instante sólo felicidad llenó cada hueco, cada fibra, cada resquicio de su ser. Existieron sólo en los lugares donde se tocaban, en los sitios en que se miraban. Entonces poco a poco los demás fueron emergiendo alrededor, miradas divertidas y bondadosas saltaron entre ellos mientras les observaban, y aguardaron.

-¿Han venido los demás?
-Todos están aquí. Vimos las antorchas, las varas de localización, que dejaste indicándonos el camino, y ni uno solo se quiso quedar. En cuanto las fronteras se diluyeron partimos a través del desierto. Queríamos acompañarte esta noche, recordar los viejos buenos tiempos, no sabíamos que te vendrías con nosotros.
-Así que esto es todo. Aquí termina todo. Nunca pensé que fuera así.
-Aquí termina algo, Sí. Aquí termina esto, pero no todo.- Y levantándose le tendió la mano. Y le lanzó esa medio sonrisa socarrona que la había enamorado.

Deirdre la aceptó y abrazados se acercaron a los demás, la tormenta extrañamente había desaparecido, Deimos y Fobos se elevaban sobre un cielo plagado de estrellas, y juntos avanzaron hacia el horizonte. Y ya nunca más estaría sola.

Kwentaro, veintisiete de octubre del dos mil ocho.

La casa de las mil ventanas



El otoño estaba bien entrado. El aire se había vuelto frío y seco. Los árboles del parque alargaban sus huesudos brazos hacia el cielo, y una alfombra de hojas secas hacían del sigilo una tarea imposible.
Así que Peter decidió aguardar el crepúsculo oculto tras el viejo pozo. Acomodó la espalda contra las vetustas piedras y aguardó. Fragmentos de liquen y musgo reseco se le adhirieron al jersey de lana que le había tejido su abuela. De su regazo ascendía el suave y cálido olor de un pastelillo de nueces recién hecho. Las manos entorno al envoltorio de tela a cuadros le ayudaron a ahuyentar el frío mientras trataba de no hacer el más mínimo ruido delator.

El guardia de la cañada de Glenfalloch era la señora Donaghieu, que también regentaba el jardín botánico cercano y era además la propietaria de la antigua mansión victoriana. La torre de la mansión, más concretamente la ventana oeste de la estrecha torre, era su objetivo.

Escuchó como la señora Donaghieu cerraba la pesada verja de hierro negro. Y lentamente se deslizó fuera de su escondite. Se había preparado a conciencia. La escalada de la alta torre no era fácil, y un resbalón podía hacer que acabara sobre los tupidos rosales “Gallica” que salvaguardaban la casa.

Unos minutos después, ya había localizado el escondrijo entre los rosales y arrastraba sus limpios pantalones de pana por el suelo. Su madre se pondría furiosa, pero había mucho en juego.

La escalada fue ardua, pero lo más difícil fue superar el vértigo cuando se hallaba bajo el alfeizar de la última ventana. Durante un instante se detuvo, el corazón latiéndole desaforadamente. El sol aún necesitaba unos segundos para llegar al punto exacto, pronto desaparecería sobre las colinas de Dunedin, al otro lado de la bahía de Otago. Las historias que contaban los más viejos del cercano pueblo de Portobello se le agolparon en la memoria. Historias acerca de las apariciones, de la imagen en la ventana de la torre. Una ventana que daba a una habitación tapiada a la que no se podía llegar desde el interior.

Ensimismado en las leyendas, concentrado en sujetarse a los huecos entre las piedras casi se le pasa el momento. Un breve sonido como el que hace una piedra al caer a un estanque le dio la señal. Un ágil movimiento y ya estaba encaramado a la ventana, apartando la traslúcida cortina blanca que ondeaba con los vientos que llegaban del Canal Victoria.

Una sonrisa llenó su cara, los ojos se le agrandaron y una mueca de triunfo apareció en su rostro. El clamor de un grito de júbilo creció en su pecho y sintió como le subía por la garganta. Pero conteniéndose se limitó a cerrar las manos con fuerza y a agazaparse observando el entorno. De la inmensa habitación salían amplias galerías que se extendían durante un centenar de metros hasta llegar a otras habitaciones idénticas. Peter sabía que era imposible que una habitación tan grande cupiese dentro de la torre pero, allí estaba. Podía sentir el polvo acumulado al arrastrar los pies por el suelo, el olor a viejos libros, a cortinas desgastadas, a madera pulida. Aquel sitio era real.
Los ojos pronto se acostumbraron a la penumbra y comenzó a explorar la mansión, decenas de ventanas llenaban cada habitación, cada pasillo. Las balconadas que iba encontrando le indicaron que había otros niveles. Cada uno con sus ventanas, en apariencia iguales, pero cubiertas de diversas formas. Ora encontraba unas cuantas cerradas, ora se tropezaba con otras abiertas, apenas cubiertas con cortinas a cual más elaborada y original.
Tras unos minutos se tuvo que detener a recordar las indicaciones que el Possum le había hecho memorizar en sueños. Estaba cerca, muy cerca, y no quedaba mucho tiempo. Estaban tan al sur que el sol trazaba un largo recorrido por el horizonte antes de ponerse, por lo que el crepúsculo se prolongaba durante casi una hora. Sin embargo su contacto no iba a esperar para siempre. Si es que había conseguido entrar desde su mundo, claro.

Corrió a toda prisa la última galería, y al llegar a la habitación allí estaba ella. Acurrucada en el suelo. Los ojos verde esmeralda brillando en la tenue oscuridad. Se irguió sobre sus patas traseras olisqueando el aire.

-Kia Ora Tamaiti!- Saludó Peter con una sonrisa que iluminó la oscuridad.

-¡Pastel de nueces!- Ronroneó la niña ardilla.- ¡Peter lo has conseguido! ¡Has cumplido tu promesa!- Con un ágil salto se situó ante él, le plantó un besazo en la mejilla, y ante el estupor de Peter, aprovechó para arrebatarle el envoltorio de tela a cuadros que contenía el manjar. Luego durante unos segundos se dedicó a olisquearlo con desesperación.

Peter esperó pacientemente durante un minuto, no convenía saltarse el ritual, pero la niña ardilla se estaba entreteniendo mucho jugando con el envoltorio. Se notaba que no quería comérselo aun, pero inconscientemente se retrasaba lamiéndose las patas manchadas con el sirope que impregnaba el envoltorio.

-No he venido a Te whare kotahi mano matapihi, la casa de las mil ventanas, solo a darte de comer Tamaiti. Te Tipuna wahine maorí, mi abuela, está esperando.- Le dijo Peter con cariño.

-Tino Pai Peterangurahi!- Respondió Tamaiti recuperando rápidamente la compostura.- Un trato es un trato. Aquí tienes el huevo de Moa. Tu pueblo no debió exterminarlo en tu mundo… Pero gracias a eso yo tengo mis dulces pasteles de Nueces, ¿No?- Añadió la niña con una risa musical.
Con un movimiento de su cola Tamaiti sacó de las sombras un enorme huevo coriáceo, que Peter con delicadeza se apresuró a envolver con su jersey de lana y guardarlo en un morral a su espalda. Empezó a girar hacia el corredor pero se detuvo a medio paso y miró a la niña ardilla con dulzura. La niña abrazándose la gran cola tornó los ojos lánguidos y tristes en una luminosa sonrisa. Se contaron sin palabras, durante unos instantes, mil sueños y deseos compartidos. Y luego con una media sonrisa y un movimiento de cabeza se dijeron hasta pronto.

-Haere ra Peter, me hoki mai anō koe.- Susurró la niña ardilla.

-Haere ra Tamaiti.- Dijo Peter.- Mi abuela estará contenta.- Luego se alejó corriendo por la galería siguiendo sus pasos en el polvo, en una carrera contra el sol, hacia la ventana cuya cortina ondea con la brisa de la bahía de Otago.

Kwentaro

Uno de octubre del Dos mil Ocho