El otoño estaba bien entrado. El aire se había vuelto frío y seco. Los árboles del parque alargaban sus huesudos brazos hacia el cielo, y una alfombra de hojas secas hacían del sigilo una tarea imposible.
Así que Peter decidió aguardar el crepúsculo oculto tras el viejo pozo. Acomodó la espalda contra las vetustas piedras y aguardó. Fragmentos de liquen y musgo reseco se le adhirieron al jersey de lana que le había tejido su abuela. De su regazo ascendía el suave y cálido olor de un pastelillo de nueces recién hecho. Las manos entorno al envoltorio de tela a cuadros le ayudaron a ahuyentar el frío mientras trataba de no hacer el más mínimo ruido delator.
El guardia de la cañada de Glenfalloch era la señora Donaghieu, que también regentaba el jardín botánico cercano y era además la propietaria de la antigua mansión victoriana. La torre de la mansión, más concretamente la ventana oeste de la estrecha torre, era su objetivo.
Escuchó como la señora Donaghieu cerraba la pesada verja de hierro negro. Y lentamente se deslizó fuera de su escondite. Se había preparado a conciencia. La escalada de la alta torre no era fácil, y un resbalón podía hacer que acabara sobre los tupidos rosales “Gallica” que salvaguardaban la casa.
Unos minutos después, ya había localizado el escondrijo entre los rosales y arrastraba sus limpios pantalones de pana por el suelo. Su madre se pondría furiosa, pero había mucho en juego.
La escalada fue ardua, pero lo más difícil fue superar el vértigo cuando se hallaba bajo el alfeizar de la última ventana. Durante un instante se detuvo, el corazón latiéndole desaforadamente. El sol aún necesitaba unos segundos para llegar al punto exacto, pronto desaparecería sobre las colinas de Dunedin, al otro lado de la bahía de Otago. Las historias que contaban los más viejos del cercano pueblo de Portobello se le agolparon en la memoria. Historias acerca de las apariciones, de la imagen en la ventana de la torre. Una ventana que daba a una habitación tapiada a la que no se podía llegar desde el interior.
Ensimismado en las leyendas, concentrado en sujetarse a los huecos entre las piedras casi se le pasa el momento. Un breve sonido como el que hace una piedra al caer a un estanque le dio la señal. Un ágil movimiento y ya estaba encaramado a la ventana, apartando la traslúcida cortina blanca que ondeaba con los vientos que llegaban del Canal Victoria.
Una sonrisa llenó su cara, los ojos se le agrandaron y una mueca de triunfo apareció en su rostro. El clamor de un grito de júbilo creció en su pecho y sintió como le subía por la garganta. Pero conteniéndose se limitó a cerrar las manos con fuerza y a agazaparse observando el entorno. De la inmensa habitación salían amplias galerías que se extendían durante un centenar de metros hasta llegar a otras habitaciones idénticas. Peter sabía que era imposible que una habitación tan grande cupiese dentro de la torre pero, allí estaba. Podía sentir el polvo acumulado al arrastrar los pies por el suelo, el olor a viejos libros, a cortinas desgastadas, a madera pulida. Aquel sitio era real.
Los ojos pronto se acostumbraron a la penumbra y comenzó a explorar la mansión, decenas de ventanas llenaban cada habitación, cada pasillo. Las balconadas que iba encontrando le indicaron que había otros niveles. Cada uno con sus ventanas, en apariencia iguales, pero cubiertas de diversas formas. Ora encontraba unas cuantas cerradas, ora se tropezaba con otras abiertas, apenas cubiertas con cortinas a cual más elaborada y original.
Tras unos minutos se tuvo que detener a recordar las indicaciones que el Possum le había hecho memorizar en sueños. Estaba cerca, muy cerca, y no quedaba mucho tiempo. Estaban tan al sur que el sol trazaba un largo recorrido por el horizonte antes de ponerse, por lo que el crepúsculo se prolongaba durante casi una hora. Sin embargo su contacto no iba a esperar para siempre. Si es que había conseguido entrar desde su mundo, claro.
Corrió a toda prisa la última galería, y al llegar a la habitación allí estaba ella. Acurrucada en el suelo. Los ojos verde esmeralda brillando en la tenue oscuridad. Se irguió sobre sus patas traseras olisqueando el aire.
-Kia Ora Tamaiti!- Saludó Peter con una sonrisa que iluminó la oscuridad.
-¡Pastel de nueces!- Ronroneó la niña ardilla.- ¡Peter lo has conseguido! ¡Has cumplido tu promesa!- Con un ágil salto se situó ante él, le plantó un besazo en la mejilla, y ante el estupor de Peter, aprovechó para arrebatarle el envoltorio de tela a cuadros que contenía el manjar. Luego durante unos segundos se dedicó a olisquearlo con desesperación.
Peter esperó pacientemente durante un minuto, no convenía saltarse el ritual, pero la niña ardilla se estaba entreteniendo mucho jugando con el envoltorio. Se notaba que no quería comérselo aun, pero inconscientemente se retrasaba lamiéndose las patas manchadas con el sirope que impregnaba el envoltorio.
-No he venido a Te whare kotahi mano matapihi, la casa de las mil ventanas, solo a darte de comer Tamaiti. Te Tipuna wahine maorí, mi abuela, está esperando.- Le dijo Peter con cariño.
-Tino Pai Peterangurahi!- Respondió Tamaiti recuperando rápidamente la compostura.- Un trato es un trato. Aquí tienes el huevo de Moa. Tu pueblo no debió exterminarlo en tu mundo… Pero gracias a eso yo tengo mis dulces pasteles de Nueces, ¿No?- Añadió la niña con una risa musical.
Con un movimiento de su cola Tamaiti sacó de las sombras un enorme huevo coriáceo, que Peter con delicadeza se apresuró a envolver con su jersey de lana y guardarlo en un morral a su espalda. Empezó a girar hacia el corredor pero se detuvo a medio paso y miró a la niña ardilla con dulzura. La niña abrazándose la gran cola tornó los ojos lánguidos y tristes en una luminosa sonrisa. Se contaron sin palabras, durante unos instantes, mil sueños y deseos compartidos. Y luego con una media sonrisa y un movimiento de cabeza se dijeron hasta pronto.
-Haere ra Peter, me hoki mai anō koe.- Susurró la niña ardilla.
-Haere ra Tamaiti.- Dijo Peter.- Mi abuela estará contenta.- Luego se alejó corriendo por la galería siguiendo sus pasos en el polvo, en una carrera contra el sol, hacia la ventana cuya cortina ondea con la brisa de la bahía de Otago.
Kwentaro
Uno de octubre del Dos mil Ocho
4 comentarios:
He decidido releer tus textos con tranquilidad, visitando tu blog de cuando en cuando, a ver...
Ya me leí (releí) éste (admiro, por cierto, la cantidad de relatos que has colgado ya) y adoro a tu niña-ardilla...
Yo, esteee, nada pasaba por aqui y creo que me quedare...
Me ha gustado bastante, y me je quedado con las ganas de saber más sobre la niña-ardilla y su mundo...
Gracias Ari! Me alegra te haya gustado y dejes tu opinion.
Si te animas con el taller avisame, aunque sea como crítica especializada jeje =)
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