jueves, 11 de junio de 2009

Salto



Sobresaltado me incorporo desnudo. La luz del sol me ciega y a mí alrededor percibo el murmullo de las olas contra las rocas. Como la situación parece tranquila opto por dejar los ojos cerrados un rato más. Me los restriego con las manos pringosas, cuando de éstas capto un olor a carne y vino. Luego levanto el brazo para rascarme el pelo grasiento y me llega un hedor del sobaco, que seamos sinceros, huele a algo en conserva.
No hace falta un examen exhaustivo para darme cuenta de que estoy sobre una roca rodeado de mar. Pulida por las olas y cubierta de algas resecas, la verdad es que no se está nada mal, así que opto por seguir tumbado. El sol cada vez mas alto calienta mi piel y un leve dolor de cabeza empieza a hacer su aparición. Resaca probablemente.
-Dónde están las gafas de sol cuando de verdad las necesitas. –Murmuro al aire mientras me rasco la piel justo al lado de los huevos, el típico sitio que te pica cuando, y aquí se me pone una sonrisa en la cara, has pasado una noche más movida de lo normal.
Tengo que hacer memoria me digo. Pero unos segundos después me doy cuenta de que no recuerdo nada. ¿Donde estuve anoche? y más importante ¿Donde estoy ahora? Y aquí ya me incorporo para, apoyado sobre un codo, otear a mi alrededor. Poco a poco me voy levantado, para acabar de pie girando, observando un océano infinito. Un horizonte vacio, sin barcos, sin islas, hasta sin nubes…
Va a ser un día muy largo. Y yo sin gafas de sol y este dolor de cabeza. Olisqueo el aroma a sexo de los dedos tratando de recordar, cuando ¡vaya! tengo las uñas hechas un asco. Y los nudillos algo machacados.
Un colage empieza a formarse en mi cabeza mientras paseo por mi roca de dos metros cuadrados, carne, vino, sexo, pelea,… wow! ¡Menuda juerga la de anoche! Cuando se lo cuente a los colegas... Por cierto ¿Dónde están? ¡Ja! Y el primer pensamiento que me llega a la cabeza es: ¡Qué cabrones! Gastándome una broma pesada. Seguro que vienen al atardecer descojonados de la risa, esperando encontrar un Sam muerto de miedo.
¿Pues sabes que? Ya me apetecía un día de relax y tranquilidad. Y vuelvo a recostarme sobre el lecho de algas secas, amontonando unas pocas para que, aparte de toalla, me hagan de almohada. Transcurren las horas en calma, arrullado tan solo por el tenue murmullo de las olas, no se oyen ni las gaviotas. Estiro los pies y los brazos en completa libertad. De vez en cuando me refresca el spray marino, pero cuando el sol esta bien alto comienzo a sudar. Y cuando una ráfaga de aire me trae mi hedor empiezo a plantearme un baño.
Dios, los días de resaca debería estar prohibido bañarse. Con un suspiro de resignación me ruedo hasta el borde de la roca y dejo caer los pies hasta el agua, pero en lugar de la esperada agua gélida, mis pies se apoyan en algo peludo. Cero coma dos segundos después he retirado los pies, me he puesto en pie de un salto protegiéndome con una mano los huevos y la polla, que con esto del calor se ha puesto algo más morcillona de lo normal, y observo suspicaz el borde.
Armado de valor me acerco para ver un metro más abajo un león marino flotando boca arriba. El bicho me mira indiferente mientras flota al pairo. Sobre su tripa manipula con las aletas un gran pescado, que sin dejar de observarme se va zampando glotonamente.
-Podrías darme un poco ¿no?- le digo en coña, y él me responde con una serie de gañidos y aullidos burlones. Sonriendo intento responderle en su idioma, lo que desemboca en un autentico concierto y dialogo de besugos que hace que acabe partiéndome el culo.
Al rato nos hemos hecho amigos y hasta me ha pasado un trozo de su almuerzo, que todo hay que decirlo, está estupendo. Confiando en que no me va a devorar tras el atracón de pez que se ha metido, decido asearme y nadar un rato con mi colega. Me pongo boca abajo y me deslizo con cautela por el borde, estirando los pies para llegar al agua. Pero cuando ya tengo medio cuerpo colgando, noto un hocico mojado que me olisquea el culo. Del susto se me van las manos, precipitándome al agua. Y en mi desesperación me agarro a la alfombra de algas secas que me hacía de toalla.
Mi pensamiento mientras me hundo en el mar está dedicado en su totalidad al diagrama que he visto tallado en la roca y que se hallaba oculto por los restos de las plantas. De repente pienso: si no se oyen ni las gaviotas, es que debo estar muy lejos de la costa. Y ese diagrama, demonios, ¡Me es muy familiar!
Diez minutos después estoy tirándole la bronca a Otto. La roca pulida frustra todos mis esfuerzos de escalarla. Y mis manos y pies mojados no ayudan en la tarea de trepar.
-¡Buena la has hecho colega! Ya podrías haberme avisado antes de bajar. -Le digo.- Pero el muy animal considera mi enfado otra forma de jugar y para cuando me doy cuenta estoy enzarzado en una pelea de agua, que él, con la pala de su aletas, gana con diferencia.
Decido bucear alrededor de la roca buscando algún saliente en el que subirme para llegar cómodamente a lo alto, pero la roca, como si de un pilar se tratase, emerge recta desde las profundidades insondables. Sin embargo mi vana intentona resulta fructífera: bajo el agua detecto más líneas esculpidas en la roca.
Aguantando la respiración exploro los petroglifos. Una idea escurridiza me esquiva, cubriéndose bajo los restos de la resaca. Pero para cuando parece que la voy a cazar Otto me despista tratando de jugar conmigo. Nuestra relación ha pasado a otro nivel, he descubierto que le encanta que le rasque entre las orejas.
Un buen rato después emerjo de una de mis exploraciones. He barajado las teorías mas absurdas, sin pararme a pensar donde he aprendido tantas cosas de arqueología, antropología y paleontología. Teorías que dejo aparcadas en espera de que se me ocurra algo mejor. Observo a mi alrededor, extrañado por la súbita desaparición de Otto.
Entonces la imagen de un enorme tiburón blanco se me pasa por la cabeza. Sobre todo de la boca del tiburón. Ohh mierda, me digo mirando nerviosamente hacia todos lados. Como son las cosas de la mente, sugestionándome con un bicho inexistente. Demasiadas películas. Sin embargo me sumerjo paranoico intentando distinguir algo en el agua clara. Retrocedo hasta apoyar la espalda en la roca y golpeo el agua con la mano gritando el nombre del bonito león marino. Luego paro asustado cuando se me ocurre que eso puede atraer a algún escualo. De repente sí que me siento desnudo e indefenso.
Entonces Otto me ladra algo desde lo alto de la roca. El miedo se transforma en furia controlada así que, tras aguardar un segundo, me giro para, de un salto, agarrarle una pata. Tiro de ella para atraerlo hacia mí y así poder golpearlo en venganza por el mal trago, pero él con sus cien kilos retrocede arrastrándome, con lo que me sube a la roca.
Agradecido por subirme decido “perdonarle la vida”. Luego me tumbo de nuevo en la roca caliente y mientras descanso de la larga estancia en el agua, descubro que Otto es una chica.
Pasan las horas y distraído acaricio el pelaje de mi amiga. Está atardeciendo y no se aprecian barcos en lontananza. Cuando intento recordar mi pasado cercano, tan solo logro que se me acentúe el dolor de cabeza. Empieza a darme la sensación de que algo no va bien. Y no lo digo refiriéndome a esta absurda situación, si no a algo dentro de mi cabeza.
La marea ha bajado, añadiendo al metro inicial unos buenos dos metros más hasta el agua. Unas marcas claras empiezan a aparecer a intervalos equidistantes bajo el agua. Todas a mucha distancia alrededor mío. Un rato después se constatan como piedras pulidas como la mía, que a modo de círculo rodean mi roca.
He decidido llamar a mi roca: el monolito. Y aunque se trate de compañía inerte, lo cierto es que la presencia de sus hermanas pequeñas me ha puesto de mejor humor. Calculo están a unos trescientos metros de mi roca. Son ocho y decido llamarlas como los vientos: Mistral, Gregal, Xaloc, Llebeig, Tramontana, Poniente, Levante y Mediodía.
Una pena que cuando suba la marea, vuelvan a quedar bajo el agua. Quizás, si mañana aún no me han rescatado me acerque nadando y bucee para observarlas. Pero por el momento y dada la difícil escalada al monolito, decido pasar la noche en ella junto al cálido cuerpo de Otta.
La noche es negra como boca de lobo, sin luna. Curiosamente apenas distingo las estrellas. Por un momento me parece distinguir alfa y beta centauri, pero cuando intento cruzarlas con la cruz del sur no encuentro nada. Al final el típico sopor que te impregna tras un día de playa se apodera de mí.
Sobresaltado me incorporo desnudo. La luz del sol me ciega. Tengo la boca pastosa y entonces recuerdo. Menudo sueño me digo, cuando oigo el tenue murmullo de las olas contra mi roca. Mi brazo se detiene a punto de rascarme el pelo. Y lentamente miro alrededor mío.
Otta desperezándose me mira a su vez. Ladea la cabeza, como preguntando ¿Te pasa algo Sam? Y cuando estoy a punto de cubrir mi cara con una mueca de desespero, veo que la marea no ha vuelto a subir. Una mueca de miedo y perplejidad se me graba en la cara más profundamente que los petroglifos de la roca. Como si alguien hubiera quitado el tapón del fondo del océano, mi roca se eleva unos buenos ocho metros sobre el agua. A mi lado Otta gime quedamente observando el largo salto hasta el agua.
Mi mente racional empieza a funcionar a toda velocidad. Poco a poco empiezo a recordar detalles acerca de la existencia de grandes mareas como estas. La del estrecho de Magallanes o la del Mont Saint Michel, incluso de algunas de once metros en Nueva Escocia. ¡Pero vaya! Nunca había oído de una diferencia tan grande en el océano profundo.
Algo más tranquilo me siento. Sin duda esto quiere decir que no estoy tan lejos de la costa como pensaba. Quién sabe, ahora desde aquí arriba puedo observar mejor el horizonte. Tal vez aviste una montaña. Con la ayuda de Otta me arriesgaría a una travesía a nado si la costa solo estuviera a una decena de kilómetros…
Mi león marino empieza a ponerse nerviosa. Alternativamente mira al agua y me mira a mí. Luego se acerca al borde resbalando con las patas delanteras. Y sin saber por qué, se me encoje el corazón del susto ante la idea de perderla. O tal vez sea, ante la idea de quedarme solo sobre el monolito, así que me acerco a calmarla.
Estoy en ese proceso de abrazarla, acariciarla y susurrarle palabras tranquilizadoras al oído, cuando sobre la roca del sureste, la que he llamado Xaloc, veo tendida una figura desnuda. Tardo unos segundos en reaccionar. Pienso en algas, en otro león marino, pero no, sin duda se trata de una persona. Tumbada como está no la distingo bien, pero por el pelo largo y las caderas parece una mujer. Bueno, realmente lo que es esclarecedor es la ausencia de vello corporal me digo con una sonrisa. De cualquier forma, parece que esto mejora.
A medida que trascurre el día el cielo se va nublando. Más que traídas por el viento parece que las nubes se han condensado sobre nosotros. El mar se ha vuelto gris como el acero. Pero lo peor es que cada vez está más abajo. Ya ha pasado de los doce metros, y desde luego no estoy en Nueva Escocia. Desde luego que no.
Todos los intentos que he hecho para despertar a la chica de Xaloc han resultado inútiles. Desde gritarle a hacer aspavientos con los brazos. Otta generosamente se ha apuntado a toda la obra y ha coreado mis gritos y mis saltos, pero la chica no reacciona. La suya sí que debe de ser una resaca monumental.
Al rato una lluvia torrencial se desata sobre nosotros. La sed, que hace horas que trato de ignorar, me asalta cuando veo la lluvia acumularse en los resquicios de los petroglifos. Y no me avergüenza decirlo, me paso sorbiendo los huecos llenos de agua de la roca unos buenos quince minutos hasta que se me llena la barriga. Incluso ignoro el hocico de Otta cuando vuelve a olisquearme el culo.
Satisfecho levanto la vista para ver que la leona marina se está orinando sobre la roca. Tenemos que establecer unas normas básicas de convivencia. Empecemos por: “no mearse donde bebemos y dormimos” ¿Te parece?
El aguacero va a más. Y el océano a menos. La mar pasa a ser mas brava y la lluvia mas torrencial. Un aullido de Otta me hace centrar mi atención en Xaloc. Nuestra desconocida visitante parece estar despertándose. Me levanto para hacerle señas, cuando ésta desorientada se incorpora. Paso de las señas y empiezo a gritar advertencias pero la chica aturdida se tambalea y cae por el borde de la roca al mar.
Rápidamente miro a Otta para que se lance a salvarla. Un biólogo me diría que es imposible pero juraría que la vi levantar una ceja con sorna antes de mirar para otro lado. Lo bueno de ir desnudo es que no pierdes tiempo en desatarte los zapatos. Agarrándome las joyas de la corona y el cetro salto al vacío. Al principio contengo la respiración pero cuando el pánico me llena intento lanzar un gruñido varonil. Una parte de mi cerebro se impresiona de que no me quede aire para seguir gritando y aun siga cayendo.
El impacto contra el agua es brutal, siento un dolor agudo en los tobillos y se me entumece todo un costado por el impacto. Braceo para alejarme de las olas que golpean la base del monolito. Apenas noto el agua fría mientras elevando el cuello ubico a Xaloc. Antes de lanzarme a nadar, hago un gesto confiado a Otta para que se lance. Pero ella se retira del borde. No hay tiempo que perder así que comienzo a nadar.
No llevo veinte metros cuando, por encima del ruido de las olas y de la lluvia, oigo un gran chapuzón detrás de mí. Y al poco voy al rescate, surcando el mar a toda velocidad sujeto al cuello de mi colega.
Fin Parte uno.
Kwentaro, doce de abril del dos mil nueve.

miércoles, 1 de abril de 2009

Reel



Hacía frío como si Satanás hubiera cerrado todas las malditas puertas que llevan del Infierno a este mundo. Frío como si todas las pervertidas pasiones que calientan a la gente hubieran sido dejadas a un lado por esa noche.
Un manto de sucia agua-nieve cubría los prados y caminos del condado de Clare. El viento gélido aullaba a su paso por el bosque. En la encrucijada empalado en una cruz de hierro forjado, los restos putrefactos de un ser mitad hombre, mitad bestia, daban la bienvenida a los que se aventuraban en la desapacible noche.
En el “Arpa verde” era la hora infeliz. Los parroquianos se encogían ante los truenos y el golpetear de la torrencial lluvia contra el tejado de la taberna. Al lado de la puerta colgaban más de una veintena de capas, a cual más empapada de lluvia, a cual más pringada de barro.
La puerta de cristales verdes se abrió al paso de un alto forastero. Un golpe de viento se la arrancó de la mano y golpeó la pared reclamando silencio en la abarrotada sala. No hubo una sola mirada que no cayera sobre el desconocido de larga capa y sombrero de ala. En el suelo quedaron los ramilletes de muérdago, comino y milenrama que protegían la taberna.
Los lugareños escupieron para alejar al diablo, las rameras se santiguaron y los extranjeros llevaron discretamente sus manos al acero. En noches como estas los espíritus corrían por la tierra y siempre, siempre, se paraban en este cruce de caminos.
El forastero restregó sus botas contra la madera del suelo. Cerró la puerta tras de sí y alzó el mentón, mostrando la barba recortada, y en las sombras del sombrero, unos ojos agresivos.
Los observados bufaron despectivos, soplaron alguna mosca del brebaje que bebían, negro como una charca, y volvieron a sus asuntos.
Con paso lento se acercó al hogar, el fuego ardía furioso tratando de prender la cabeza de oso, que disecada rugía en silencio a la sala. Y abriéndose la capa para recibir el calor, el forastero mostró una rapiere de magnifica factura, con gavilanes y guardamonte repujados en plata.
Una camarera, que a todas luces servía comidas carnales además de bebidas espirituosas, se le acercó a cogerle la comanda. Un comentario casual del forastero le hizo volver a mirarlo, sondeándolo con una mirada socarrona y una pose que pretendía ser sensual. Él desplegó su encanto de hombre de mundo y ella admirada se sujetó con las manos a la empuñadura de su espada. Al rato se dejó acariciar casualmente para luego vestir su sonrisa más inocente, que liberó una risa complaciente en el forastero.
Desde el fondo el posadero ladró una orden, reclamando mayor presteza en su asalariada, pero ésta le gritó una mordaz respuesta de vuelta, que aligeró el pésimo humor de la sala. Éste, graznando alguna obscenidad se dio la vuelta para servir al trío de navegantes, tatuados y curtidos, que varaban al fondo de la barra, y que acompañaron a carcajada limpia lo que fuera que dijese.
El contramaestre de éstos sopesaba una larga pipa de marfil, y degustaba un tabaco profundo, cargado de esencias exóticas. Tan oriundas de tierras ignotas como la núbil esclava negra, que sentada en su regazo observaba posesiva la sala. El olor a brea y a sal impregnó la mesa cuando un desconocido, vistiendo un raído capote, se sentó y desplegó ante él una vieja carta de navegación española y una pistola con llave de rueda.
El desconocido, un joven con coleta y una cicatriz que le cruzaba el rostro, hablaba con la falsa seguridad de quien se sabe en frente de un asesino, mostrándose más duro de lo que es, desgranando una serie de anécdotas que captasen la atención del contramaestre. Entonces de la mesa cercana se levantaron una pareja de hombres, grandes como osos, que se alejaron de la conversación, como los venados se alejan del aullido de los lobos. De los lobos del mar.
Aburrida de su parlamento, un zarpazo de la esclava hizo saltar hacia atrás al joven, provocando la risa ebria de los marineros de la barra, que asistían disimulados a la negociación. La mirada sangrienta y ansiosa de la negra hizo que el joven desistiera de seguir hablando, dejando atrás, tras un segundo de duda, mapa y arma.
Desde un oscuro rincón, ocultando su traje brocado y su hermoso cabello rubio bajo una mantilla morada, una noble dama asistía a toda la escena. Una sonrisa maquiavélica emergió en su cara tras catar la copa de vino. Su mirada se desvió desde el joven aventurero ahuyentado hasta el capitán de la guardia que lustraba su mosquete cerca del fuego. El cual cruzó consciente la vista con ella, furioso, y sostuvo la mirada un segundo más de lo que la educación permitía. El secreto mensaje fue lanzado y captado. Luego arrastró la mirada de ella hasta uno de los marineros de la barra, que envalentonado por el aguardiente de caña se separó de sus camaradas para acercarse a la nueva mesa de los osos.
Apenas empezó a lanzar su bravuconada al más cercano, cuando fue agarrado del pelo por el otro montañés, y durante un segundo de pánico comprendió su error, antes de que este le incrustase la cara contra la mesa repetidas veces, haciendo añicos la jarra de cerámica que había sobre ella, y regando sangre y huesos sobre el suelo.
En otro extremo, el rítmico golpetear de la cabeza contra la mesa fue interpretado por los parroquianos como una llamada a la música, y se sumaron con sus jarras de cervezas al tamborileo, que pronto fue acompañado por auténticos tambores, gaitas, flautas y el frenético tañido de unos violines.
Tras unos furiosos acordes, como una mecha de pólvora, la necesidad de cantar se extendió por la taberna, y ante una ronca pregunta, medio local se sumó a una agresiva respuesta cantada al son del repique de tambores.
Y la noche vibró, y al compás de pies y jarras la gente cantó. Cantó para ahuyentar el frío, cantó para ahuyentar al diablo, pero sobretodo cantó para ahuyentar el miedo. Hasta el amanecer.
Kwentaro, veintidós de marzo del dos mil nueve