lunes, 15 de diciembre de 2008

Tiempos Modernos



Invierno del año de Nuestro Señor de mil quinientos setenta y dos. Riberas del rio Fluviá, cerca de Besalú, comarca de la Garrotxa.
Te resguardas entre los arbustos que hay a un lado de la encrucijada, a la sombra de una cruz de piedra. Tan vieja que parece confundirse con el bosque y tan arropada por la frondosidad de los arboles que a buen seguro que más de un caminante nocturno ha pasado a su lado sin verla. Aguardas hasta que ves aparecer a los dos viajeros vespertinos. Durante un instante parece que sus mulas captan tu olor pues bufan incomodas, pero sus dueños las ignoran y empiezan su conversación.
-Disculpad si perturbo el agradable silencio que entre nos se ha creado durante este viaje, buen Adrià. Mas me hallo perdido sin remedio con las tortuosas y enrevesadas curvas de este camino real. El ingeniero que lo ideó dispone de tanta habilidad, como sutileza un ladrillo arrojado tras un ladronzuelo de mercado. ¿Podríais decirme a dónde conduce esta desviación?
-Amigo Mateu, mi dedo os dará la respuesta, pues va contra mis reglas hablar cuando los signos bastan. Allí está el camino a Vic, y allí el de Besalú.
-En buena hora mi camino se juntó al vuestro, amigo Adrià. Bien es sabido que en aquesta época de oscuridad no es fácil encontrar gente honrada que auxilie a un pobre comerciante como yo. Mas decidme por San Crispín y San Crispriniano, ¿Qué os lleva a Besalú?
-La más sagrada de las misiones, buen hombre. El tribunal del Santo Oficio me ha encomendado el esclarecimiento de ciertos signos de brujería que asolan aquesta región. Es deber de la Santa Iglesia dirigir al pueblo en época de cambios, llevarlos cual corderos por el camino de la luz y dejar atrás la época de oscurantismo que ha impregnado aquesta tierra nuestra por más de un milenio.
-Veo que sois hombre de Dios y además ilustrado, monseñor Adrià. Estaréis al tanto de esa nueva locura de la que se habla por doquier, y no me refiero a esos malditos hugonotes que tratan de salvar los pirineos no, si no a esa tan cacareada frase que se escucha en las aulas de Cervera: “In medio ómnium residet sol”. Quién nos iba a decir que íbamos a dejar atrás las enseñanzas de Aristóteles por las de ese prusiano, Copernicus.
-No veo yo esa locura de la que habláis tan a la ligera amigo Mateu. No en vano la iglesia es el mayor exponente de la razón, y ya adelantaba el cardenal Nicolás Cusano hace un siglo lo expuesto por Copernicus, que de hecho no hace otra cosa salvo rescatar las teorías de Heraclides, Póntico y Aristarco, grandes filósofos donde los haya.
-Cierto es, cierto es, ruego a vuecencia me disculpe. Mucho tiempo nos sumió San Agustín en la obra de Platón. Más decidme que no sentís cierta inquietud ante esas teorías de que la tierra no está quieta, que se desplaza por el cielo junto con las otras estrellas, ¡Dicen que encima gira sobre si misma!
-Ja ja ja, sois buen hombre Mateu, pero simple. Hacedme caso y no desoigáis mi consejo. Que no es otro sino el de que dediquéis vuestro esfuerzo a mejorar ese arte vuestro del mercadeo, y abandonéis este inútil parloteo, esta rumorología de taberna, que solo extiende confusión entre el pueblo llano. A saber donde lo habréis oído.
-Se hará como decís monseñor. Tengo plena confianza en que sabréis disculpar mi ignorancia ante estas revolucionarias ideas. Tan solo me hacía eco de las diatribas sin sentido que se oye decir a nuestros Tercios, que de permiso de nuestra guerra en Flandes, se exceden con el alcohol en los lupanares de Girona.
-Disculpado estáis mercader, en otros tiempos os harían quemar, pero vivimos tiempos modernos buen Mateu, nuestro querido Felipe II, extiende nuestro imperio por Europa y las Américas, y hemos de estar abiertos a nuevas influencias.

Arrugas la nariz ante el olor penetrante que dejan atrás las bostas de las mulas y observas como los dos hombres continúan su incesante parloteo. Remontan el camino boscoso que siguiendo el curso del Fluviá corre hasta unirse al Capellades, el segundo rio que rodea Besalú por el norte. Sus sombras, en la oscuridad del atardecer, son tragadas por la espesura en seguida. Sus voces se apagan momentos después.
Así que te giras y trotas de regreso, con el hocico bien pegado al suelo siguiendo el rastro de venida. Al llegar a un cerro, ante la visión de una gran luna creciente en el horizonte, aullas. Aguardas unos segundos hasta reconocer el aullido de tus hermanos dispersos en la región. El invierno se acerca, pronto llegará el momento de correr de nuevo con la manada.
Poco después el resplandor de una hoguera te indica la localización de la cueva. Te yergues orgulloso en la entrada y lanzas un tenue gruñido para hacer sentir tu presencia. La joven desnuda y desgreñada del interior se gira hacia a ti, recortando su figura contra la hoguera. Se acerca a ti en seguida, gateando, olisqueando el aire, y gira en torno tuyo reconociendo tu olor, exponiendo también su entrepierna para que la reconozcas. Luego su mirada se clava en la tuya, sus ojos negros centellean a la luz de la luna, y le muestras lo que has visto.
-San Jeroni nos envía uno de sus perros inquisidores. –murmura para sí. Retrocede hasta la hoguera donde uno de los cachorros se le sube por los muslos para mamar de sus pechos. En cuanto empieza a susurrar y lanzar extrañas hierbas a la hoguera retrocedes fuera de la cueva. Tu sensible olfato se irrita mucho ante la peste que desprenden sus conjuros.
Algunos de tus hermanos aparecen en la noche, nerviosos, preparándose para la cacería. Lanzas un gruñido de desaprobación cuando ella sale fuera erguida sobre sus patas traseras. Pero te lanza esa mirada salvaje que incendia tu corazón. Coge aire y arqueando la espalda lanza un aullido a las estrellas. Los demás empiezan a saltar de un lado a otro excitados y uno a uno, tú el primero, os unís a ella. Elevando la llamada. Pronto los cerros y colinas cobran vida y el eco del aullido es repetido en la lejanía por vuestros hermanos. ¡Esta noche la manada es convocada!
-¡San Luciano nos asista! Debí ceñirme un arma al dejar Girona. ¿Escucháis la llamada de esos lobos monseñor Adrià? A buen seguro que aúllan desde alguna puerta a los infiernos. San Fructuoso nos ampare. Debimos guarecernos en aquella masía, maldita la hora en que me dejé arrastrar por los caminos a estas horas intempestivas. 
-¡Chitón Mateu! Que no os falle ahora el coraje. Nada ha de temer aquel hombre que frágil de cuerpo, lleva en su corazón la fuerza verdadera de la Fe y de la razón. Además llevo conmigo una clavícula de San Cipriano, que monseñor Agustí de Monsant, el abad del monasterio de San Jeroni, tuvo a bien darme por si encontraba complicaciones innaturales en mi camino.
-En verdad espoleáis mi bravura y siento como el valor crece en mi pecho, pero por el santo de mi nombre y todos los santos que han vivido y muerto en esta tierra, ¡Espolead a vuestra mula! Que quiero hacer frente a esos diablos en Besalú, con más ayuda que la de mi brazo, vuestro brevario y esa santa clavícula.

Saltas la valla, acortando camino por el campo cultivado. La gran loba albina que es la líder de tu manada corre a tu lado, cambia de forma incesantemente según necesite sus patas delanteras para escalar algún cerro o para correr por un llano. Tus hermanos avanzan a tu alrededor en silencio, acelerando su paso al ritmo que la emoción de la caza, acelera tu corazón.
Momentos después coronáis una colina desde la que veis a vuestras víctimas. Un aullido de triunfo, salvaje, emerge de tu garganta. Aún se hallan a medio camino entre vosotros y el puente fortificado que lleva a la ciudad de los hombres. Ya sois legión y avanzáis en silencio como un único ser, toda tu atención centrada en cazar al ser investido de santo poder que persigue a vuestra señora. Un sordo gruñido va creciendo en tu pecho, y en el de tus hermanos, a medida que cerráis el cerco.
Puedes observar la carrera desesperada de las mulas, las miradas temerosas de la escoria humana hacia la oscuridad que os cubre. Cuando tu matriarca se detiene, olisquea el aire y luego estupefacto observas como súbitamente cambia de forma para reír a carcajada limpia. Tus hermanos cercanos la miran desconcertados. Ella gruñe ordenando que nos detengamos.
-No hay poder de Dios en estos hombres. Bendita sea esta era de renacimiento. Dejemos que se vayan, que propaguen su ciencia y su razón por la tierra. Tanto mejor para los míos.
Y con una última carcajada vuelve a su forma natural, y trota en dirección opuesta. Tras unos segundos de indecisión, la seguís. Os lleva hacia una granja cercana donde desatar vuestra sed de sangre. Allí la observas, vuestra era de terror llega a su fin, puedes ver como sus ojos miran al norte, hacia las montañas. Ahora ya no es necesario ocultarse en los valles perdidos que plagan el Pirineo. Podéis quedaros aquí y desaparecer… en las leyendas.
Kwentaro, veintinueve de noviembre del dos mil ocho.

martes, 2 de diciembre de 2008

Juegos sagrados




Me despierto algo desorientada. Siento el tacto de las sábanas de seda bajo mi piel dorada, la caricia del sol sobre ella. Estoy apartando el pelo de la cara cuando de los dedos percibo el olor a sexo de mi anfitriona. Ummmm, empiezo a recordar. 
Mis dedos juguetean acondicionándome la mata de pelo castaño del pubis. Murmullo y ronroneo de forma calculadora extendiendo mis brazos a lo largo y ancho de la cama, buscándola. Cuando por fin rozo lo que creo es una de sus voluptuosas tetas, me giro casual y retozonamente. Pero al otro lado solo yace una furcia borracha. Bonita eso sí, sin embargo me disgusta sobremanera su presencia en mi despertar. La abofeteo y antes de que acabe de reaccionar, cuando ya esta despierta, la abofeteo otra vez. Que no dude ni un segundo de donde está su lugar. Se encoje y sumisa retrocede hasta postrarse ante mí. ¡Qué placer! Paladeo su miedo, su complacencia, y recuerdo con lujuria la pasada noche. Eso me pone de mejor humor.
-¡Lárgate de aquí! –Le siseo con desdén, mientras le indico con la barbilla la oscura salida del servicio, y me entretengo unos segundos en apreciar como gatea hasta la salida. Un asunto resuelto, no me gusta que distraigan la atención que debe ser solo mía.
Sedas de cálidos colores, decoran los aposentos de la pontífice, avanzar a través de ellos, es ir apartando velo tras velo, descubriendo los diferentes espacios. Me deslizo con gracia, con elegancia entre las columnas de mármol, sobre el suelo cubierto de exóticas alfombras.
Nunca se sabe quién puede estar observando. 
Pero al acercarme a la gran balconada oigo voces. La suma sacerdotisa Nulka está aquí, en audiencia privada. Respiro hondo, he entrenado esta situación cientos de veces. Cubro mi desnudez con mi habito de acolita, y me acerco con la mirada baja, tanteando el ánimo de la conversación.
-Han captado mi presencia. –Detecto por el rabillo del ojo. Continuo avanzando mientras ellas deliberadamente me ignoran. Súbitamente la suma sacerdotisa contiene la respiración, me detengo cerca, haciendo notar mi presencia, pero sin provocar.
Hablan de los juegos sagrados, de las victorias consecutivas de nuestra casa ante las otras congregaciones de la fe. De cómo la diosa nos ha escogido, en la arena del coliseo, para que sea nuestra ortodoxia la que dirija el destino de la humanidad. Desde la balconada observan el gran anfiteatro, los jardines y plazas que lo rodean, pero sobretodo, las santas sedes de las otras tres facciones. Y maquinan, y conjuran para que no sea su abominable tergiversación de las escrituras las que nos gobierne a todas. Aberraciones interpretativas de los textos que solo nos debilitan como raza.
Sin duda es un gran momento el que orquestan. Diosa Santísima, continúan hablando en mi presencia, ¡Me incluyen en esta gran ceremonia!
 
He escalado muy duramente hasta esta posición de confianza y por fin hoy me permiten participar. Permanezco en silencio con la mirada baja, aspirando la fragancia matinal que asciende desde las flores de los jardines, sintiendo el corazón latir desaforado en mi pecho, escuchando atentamente toda la conversación.
-Llévate a Isil al templo. Quiero que participe en la preparación. Será mis ojos y mis oídos. Ya va siendo hora de que empiece a asumir responsabilidades. – dice la pontífice girándose hacia mí. Me apresuro en arrodillarme y besar su mano en silencio. Gracias Divina Madre, cantaré osanas y aleluyas a ti el resto de mi vida. – Durante unos instantes permanezco postrada hasta asegurarme de que las piernas me van a sostener.
-Estoy de acuerdo excelencia. Ya ha demostrado su lealtad a la santa sede en muchas ocasiones. Pero antes deberíamos ordenarla. -sonríe la suma sacerdotisa. Tras lo cual, ante mi mirada atónita, sale a organizar los preparativos.
Momentos después me hallo en una capilla privada, dentro de los aposentos de la pontífice, y en una cuidada ceremonia con pocas pero escogidas testigos, pronuncio los votos y me ordenan sacerdotisa de La Diosa.
Cumplido mi sueño, escoltadas por las paladinas de la guardia sacra, avanzamos por las galerías principales hacia la capilla central, mientras criadas de la orden abren los portalones a nuestro paso. Con orgullo aprecio las miradas de las demás acolitas puestas sobre mi y sobre los nuevos ropajes de sacerdotisa que luzco.
Por fin voy a ser testigo, a celebrar el ritual que garantiza nuestra hegemonía.
 
Sacerdotisas del más alto rango han preparado el sanctasanctórum de La Madre. Me acogen entre ellas con naturalidad, con confianza como si me estuviesen esperando desde siempre. Y yo me integro, ayudo en la preparación del ritual. Durante largo tiempo celebramos la misa, entonamos los sagrados mantras, avivamos las sagradas llamas de La Imagen de nuestra Bendita Luz, bendecimos la armadura de La Diosa, y pulimos las armas que portará nuestra adalid en los juegos sagrados. Y entonces aparece en el fondo de la sala.
Es hermoso como un dios. -Lo acompañan la decena de sacerdotisas que lo han estado preparando. Su cuerpo desnudo, musculoso, impregnado por aceites deslumbra a la luz de velas y antorchas. Nunca antes habíamos visto un ejemplar así. Puedo observar como todas mis nuevas hermanas centran la atención en su miembro, que oscila de un lado a otro mientras le ayudan a llegar al altar. Camina torpemente ayudado por las diaconas, subyugado por beber la leche de la amapola, y aún así se adivina su fuerza, la agilidad felina de sus pasos.
Todas aquí, vírgenes, esperamos ansiosas el ser elegidas para procrear. Tan solo una vez al año desde lo alto de las murallas podemos observar el serrallo de los hombres. Dar una imagen a nuestros oscuros deseos mientras agonizamos, nos secamos por dentro, obedientes al poder supremo, con la tenue esperanza de fornicar con los Huríes. Es extremadamente raro que una mujer conciba a un hombre. Por lo que rápidamente son separados y criados aislados. Algunas entre el pueblo llano incluso creen que son solo un leyenda. A menudo entre las obtusas e iletradas sirvientas, he escuchado las más inverosímiles historias a cerca de los hombres y la concepción, todas procedentes de sus mentes creadoras de mitos. Pero yo he visto el templo de fecundación, los orificios en los murales esculpidos. Orificios por donde disponen sus miembros los hombres, que luego las elegidas se introducen para ser fecundadas. Y ahora por fin puedo ver de cerca a uno de ellos en persona.
Las hermanas lo acuestan sobre el altar y le sujetan las extremidades con tiras de cuero. Todas empezamos a tejer los sutras a su alrededor, lenta y armónicamente. Nos situamos alrededor del altar, tocamos su carne por espacio de unos segundos para luego retroceder. Las llamas al pie de la imagen crepitan con fuerza a medida que los cánticos suben de volumen. Nos dejamos impregnar por el humo que desprenden los incensarios, y poco a poco todo se vuelve irreal. En este momento, dentro de mí, siento la sagrada comunión con mi creadora.
Y entonces llega el momento esperado, la suma sacerdotisa Nulka se adelanta y me hace un gesto para que me acerque. Las otras hermanas ocupan su lugar, mientras dos de ellas nos ponen los sagrados mantos sobre los hombros, y me entregan la urna con la daga bendita. Las diaconas se sitúan en torno al hombre y lo sujetan contra el altar. Aprecio en medio del éxtasis como está aún despierto, hasta que una hermana con un báculo de madera lo deja inconsciente.
Los cánticos suben en ritmo y volumen a mí alrededor cuando la suma sacerdotisa, coge la daga de la urna, su afilada cuchilla lanza destellos ante la furia de las llamas de La Imagen. Y entonces sujeta con fuerza el miembro del dios. Excitadas, jadeamos elevando los cánticos, observando cómo lo constriñe en su mano elevando una plegaria a la diosa. Luego procede a seccionar el grueso pene, hasta que se desprende limpiamente y lo entrega a una de las sacerdotisas, que con reverencia lo deposita entre las llamas para que sea consumido por nuestra Bendita Ama.
Creo estar tocando el cielo con las manos y siento mi sexo mojarse cuando corta los testículos, la fuente del poder creador, y nos lo entrega. Aprecio con deleite como mis hermanas los devoran, carne, sangre y el misericordioso liquido reproductor en sagrada comunión. Espero mi turno hasta que me llega un fragmento y lo hago uno con mí ser. ¡Al fin he sido bendecida!
Luego todo transcurre como en sueños mientras feminizamos a nuestra futura adalid. Limpiamos y preparamos su sexo, dándole forma. Con nuestras oraciones cicatrizamos su herida y destruimos los nervios que causan dolor. Y la armadura que ahora sí se adapta a su cuerpo es acoplada entorno a ella.
La llevamos a la sala de preparación, donde dormirá y descansará, para mañana salir a la arena a ganar, como nuestra casa lleva haciendo desde hace siglos, por el bien de la humanidad.
Kwentaro, catorce de noviembre del dos mil ocho.

sábado, 8 de noviembre de 2008

Ecos Gaélicos


Las Sombras aparecieron en el horizonte, recortadas contra el polvo rojo del desierto. Avanzaban lentamente en procesión, imperturbables pese a la fuerza de la tormenta, siguiendo los destellos de las varas de localización. Sus ropas hechas jirones caían muertas, el polvo se arremolinaba con violencia en torno a ellas, como si fueran antiguos Djinns tratando inútilmente de sujetarlas, de tironear de ellas y arrastrarlas al interior del desierto, sepultarlas de nuevo bajo dunas milenarias. Más las figuras, debido a la tenue atmósfera, continuaban avanzando sin oposición, lenta e inexorablemente, sin dejar huellas en la arena.
Deirdre, inmóvil sobre un afloramiento volcánico, abrió los ojos y miró hacia el oeste, había tomado una decisión. El sol se había puesto ya, extendiendo y alargando las sombras por las faldas de las colinas, volviendo el homogéneo tono ocre más oscuro, incendiando al sur las altísimas cumbres de Elisyum Mons y Hecatus Tholus. La incipiente forma de la cercana luna se adivinaba creciendo sobre el horizonte. Ante ella se extendía la inmensidad de lo que otrora fue un inmenso océano, ahora sólo polvo, arena y rocas. 

La inconmensurable soledad del lugar la impregnó. Tristes lágrimas se deslizaron sobre sus mejillas arrastrando el polvo micronizado, dejando surcos claros grabados sobre su reseca piel. Dentro de ella una angustia sin nombre creció cortándole la respiración. Con un sollozo cayó sentada y se acurrucó, abrazándose las rodillas mientras el cabello pelirrojo le cubría la cara. Poco a poco, inconscientemente empezó a balancearse adelante y atrás, mientras el dolor se abría paso, colapsándole lentamente los pulmones, espirando lentamente todo el aire por su garganta, hasta surgir como un mudo y agónico grito por la boca. Su cuerpo se encogió hasta caer de lado sobre la arena. Un hilo de saliva se le escurrió entre los labios mientras pequeñas y brillantes gotas de dolor se le formaban en sus pestañas, mientras sus dedos, enguantados, arañaron el suelo.

Permaneció así durante unos minutos hasta que el frío empezó a entumecerla, adormilándola, alejando de ella el dolor. Qué fácil sería dejarse llevar, rendirse al fin, abandonar toda esperanza y dormir. “La muerte dulce” la llaman. Giró sobre si misma tumbándose para mirar el cielo estrellado por última vez. 


Se acercaba el invierno boreal, la temperatura descendería a unos incómodos 80ºC bajo cero y la tormenta que se avecinaba duraría al menos unas 90 semanas, casi todo un año. En casa, el Mea´n Fom´hair, el equinoccio de otoño, ya habría pasado y la oscuridad habría ido ganando terreno a medida que se acercaba el Samhain. Ahora más que nunca, ese día cobraba otro significado para ella, el cielo y el infierno eran más reales aquí, se fusionaban impregnándolo todo, no había calabazas para ahuyentar a Jack, no había macabros adornos para evitar que los muertos maldijeran o poseyeran a los vivos. 

Luego miró al este, vio como las estrellas, una a una, empezaban a morir en el horizonte. La oscuridad avanzaba deprisa, pronto tendría la tormenta encima. Y con la decisión ya tomada, debía darse prisa. Sin equipo de rescate para ella, sin esperanza ni salvación, sólo tenía esta oportunidad. Así que se levantó con decisión y con solo un tercio de su peso corporal anadeó rápidamente hasta el Rover dejando inmemoriales huellas en el regolito, huellas que sólo una hecatombe del tamaño de un meteoro lograrían eliminar. La femenina voz del ordenador de abordo le dio la bienvenida. Desbloqueó el piloto automático y se sentó en el asiento del conductor. Pronto el vehículo aceleraba dejando a los lados imposibles y monumentales farallones de rocas, catedrales geológicas que sólo un lugar con poca gravedad podrían permitir. La estación se hallaba al norte, bajo una dorsal rocosa entre las inmensas cuencas de Vastitas Borealis y Utopía Planitia, no muy lejos del lugar de areizaje, no muy lejos del lugar del accidente.


El Rover avanzaba a toda velocidad dejando atrás una estela de polvo que pronto se sumó a la ventisca que precedía a la tormenta. Continuó avanzando sobre la planicie a ciegas salvo por las luces frontales del vehículo y el destello puntual de los radiofaros que marcaban el camino. La voz del ordenador informó a la Dra. O´connell que la visibilidad y la velocidad eran inapropiadas y que debía activar el piloto automático. Pero había tomado la decisión, y la imposibilidad de cumplirla, de esperar un año más, crecía dentro de ella inexorable como un cáncer. Debía ser hoy.

El ruido del Rover al derrapar sobre el regolito provocó que las sombras se giraran a observarla. Paso ante ellas ignorándolas, a toda velocidad contra las puertas presurizadas de la estación. Las luces de la base, casi invisibles entre el polvo de la tormenta, destellaron iluminando tenuemente el vehículo, mientras éste, como a cámara lenta, volcaba y rodaba hasta quedar súbitamente detenido, incrustado contra las puertas de atraque.

Deirdre sintió como una mano la sujetaba con fuerza y la ayudaba a salir a través del metal retorcido y los cables del vehículo. El casco y fragmentos del traje desgarrado quedaron atrás.

-Alasdair.- dijo con alivio Deirdre.
-Hola cariño. Me alegro de verte.- sonrió
-¡Aun no os habéis ido!- suspiró con alivio. -Por un momento pensé que me quedaría aquí sola.
-No seas tonta, vendríamos a buscarte, como todos los años.
-No quiero seguir sola Alasdair, no otro año más. No lo soportaría.- Él se sentó a su lado contra la carcasa humeante del Rover y la atrajo hacia sí.
-Ya no volverás a estar sola mi niña. No me voy a ir sin ti.
-Mi niña… Era así como me llamabas cuando nos encontrábamos a escondidas en mi camarote en La Nirgal. El eminente psicólogo y la presuntuosa areóloga, nadie llegó a sospechar nunca nada ¿Te acuerdas?
-Como iba a olvidarlo amor, fueron las mejores noches de mi vida. Pasando las horas entre tus brazos, soñando con el futuro, con lo que haríamos al llegar aquí.
-Habríamos tenido un montón de niños…
-Hubieran sido muy altos con esta gravedad, pelirrojos como tú con esas pecas y esa naricilla respingona que te caracteriza. Audaces e inquietos como su madre.
-E inteligentes y carismáticos como su padre.- Juntos rieron durante unos instantes, para luego acomodarse en su perpetuo abrazo, inhalar el olor de la piel del otro.
-Te habría querido… te he querido, por siempre mi amor.
-Y yo a ti, cada día durante todos estos años desde el accidente durante el areizaje, todos y cada uno de ellos, te he querido. Y te he esperado.

Y se miraron, y durante un instante sólo felicidad llenó cada hueco, cada fibra, cada resquicio de su ser. Existieron sólo en los lugares donde se tocaban, en los sitios en que se miraban. Entonces poco a poco los demás fueron emergiendo alrededor, miradas divertidas y bondadosas saltaron entre ellos mientras les observaban, y aguardaron.

-¿Han venido los demás?
-Todos están aquí. Vimos las antorchas, las varas de localización, que dejaste indicándonos el camino, y ni uno solo se quiso quedar. En cuanto las fronteras se diluyeron partimos a través del desierto. Queríamos acompañarte esta noche, recordar los viejos buenos tiempos, no sabíamos que te vendrías con nosotros.
-Así que esto es todo. Aquí termina todo. Nunca pensé que fuera así.
-Aquí termina algo, Sí. Aquí termina esto, pero no todo.- Y levantándose le tendió la mano. Y le lanzó esa medio sonrisa socarrona que la había enamorado.

Deirdre la aceptó y abrazados se acercaron a los demás, la tormenta extrañamente había desaparecido, Deimos y Fobos se elevaban sobre un cielo plagado de estrellas, y juntos avanzaron hacia el horizonte. Y ya nunca más estaría sola.

Kwentaro, veintisiete de octubre del dos mil ocho.

La casa de las mil ventanas



El otoño estaba bien entrado. El aire se había vuelto frío y seco. Los árboles del parque alargaban sus huesudos brazos hacia el cielo, y una alfombra de hojas secas hacían del sigilo una tarea imposible.
Así que Peter decidió aguardar el crepúsculo oculto tras el viejo pozo. Acomodó la espalda contra las vetustas piedras y aguardó. Fragmentos de liquen y musgo reseco se le adhirieron al jersey de lana que le había tejido su abuela. De su regazo ascendía el suave y cálido olor de un pastelillo de nueces recién hecho. Las manos entorno al envoltorio de tela a cuadros le ayudaron a ahuyentar el frío mientras trataba de no hacer el más mínimo ruido delator.

El guardia de la cañada de Glenfalloch era la señora Donaghieu, que también regentaba el jardín botánico cercano y era además la propietaria de la antigua mansión victoriana. La torre de la mansión, más concretamente la ventana oeste de la estrecha torre, era su objetivo.

Escuchó como la señora Donaghieu cerraba la pesada verja de hierro negro. Y lentamente se deslizó fuera de su escondite. Se había preparado a conciencia. La escalada de la alta torre no era fácil, y un resbalón podía hacer que acabara sobre los tupidos rosales “Gallica” que salvaguardaban la casa.

Unos minutos después, ya había localizado el escondrijo entre los rosales y arrastraba sus limpios pantalones de pana por el suelo. Su madre se pondría furiosa, pero había mucho en juego.

La escalada fue ardua, pero lo más difícil fue superar el vértigo cuando se hallaba bajo el alfeizar de la última ventana. Durante un instante se detuvo, el corazón latiéndole desaforadamente. El sol aún necesitaba unos segundos para llegar al punto exacto, pronto desaparecería sobre las colinas de Dunedin, al otro lado de la bahía de Otago. Las historias que contaban los más viejos del cercano pueblo de Portobello se le agolparon en la memoria. Historias acerca de las apariciones, de la imagen en la ventana de la torre. Una ventana que daba a una habitación tapiada a la que no se podía llegar desde el interior.

Ensimismado en las leyendas, concentrado en sujetarse a los huecos entre las piedras casi se le pasa el momento. Un breve sonido como el que hace una piedra al caer a un estanque le dio la señal. Un ágil movimiento y ya estaba encaramado a la ventana, apartando la traslúcida cortina blanca que ondeaba con los vientos que llegaban del Canal Victoria.

Una sonrisa llenó su cara, los ojos se le agrandaron y una mueca de triunfo apareció en su rostro. El clamor de un grito de júbilo creció en su pecho y sintió como le subía por la garganta. Pero conteniéndose se limitó a cerrar las manos con fuerza y a agazaparse observando el entorno. De la inmensa habitación salían amplias galerías que se extendían durante un centenar de metros hasta llegar a otras habitaciones idénticas. Peter sabía que era imposible que una habitación tan grande cupiese dentro de la torre pero, allí estaba. Podía sentir el polvo acumulado al arrastrar los pies por el suelo, el olor a viejos libros, a cortinas desgastadas, a madera pulida. Aquel sitio era real.
Los ojos pronto se acostumbraron a la penumbra y comenzó a explorar la mansión, decenas de ventanas llenaban cada habitación, cada pasillo. Las balconadas que iba encontrando le indicaron que había otros niveles. Cada uno con sus ventanas, en apariencia iguales, pero cubiertas de diversas formas. Ora encontraba unas cuantas cerradas, ora se tropezaba con otras abiertas, apenas cubiertas con cortinas a cual más elaborada y original.
Tras unos minutos se tuvo que detener a recordar las indicaciones que el Possum le había hecho memorizar en sueños. Estaba cerca, muy cerca, y no quedaba mucho tiempo. Estaban tan al sur que el sol trazaba un largo recorrido por el horizonte antes de ponerse, por lo que el crepúsculo se prolongaba durante casi una hora. Sin embargo su contacto no iba a esperar para siempre. Si es que había conseguido entrar desde su mundo, claro.

Corrió a toda prisa la última galería, y al llegar a la habitación allí estaba ella. Acurrucada en el suelo. Los ojos verde esmeralda brillando en la tenue oscuridad. Se irguió sobre sus patas traseras olisqueando el aire.

-Kia Ora Tamaiti!- Saludó Peter con una sonrisa que iluminó la oscuridad.

-¡Pastel de nueces!- Ronroneó la niña ardilla.- ¡Peter lo has conseguido! ¡Has cumplido tu promesa!- Con un ágil salto se situó ante él, le plantó un besazo en la mejilla, y ante el estupor de Peter, aprovechó para arrebatarle el envoltorio de tela a cuadros que contenía el manjar. Luego durante unos segundos se dedicó a olisquearlo con desesperación.

Peter esperó pacientemente durante un minuto, no convenía saltarse el ritual, pero la niña ardilla se estaba entreteniendo mucho jugando con el envoltorio. Se notaba que no quería comérselo aun, pero inconscientemente se retrasaba lamiéndose las patas manchadas con el sirope que impregnaba el envoltorio.

-No he venido a Te whare kotahi mano matapihi, la casa de las mil ventanas, solo a darte de comer Tamaiti. Te Tipuna wahine maorí, mi abuela, está esperando.- Le dijo Peter con cariño.

-Tino Pai Peterangurahi!- Respondió Tamaiti recuperando rápidamente la compostura.- Un trato es un trato. Aquí tienes el huevo de Moa. Tu pueblo no debió exterminarlo en tu mundo… Pero gracias a eso yo tengo mis dulces pasteles de Nueces, ¿No?- Añadió la niña con una risa musical.
Con un movimiento de su cola Tamaiti sacó de las sombras un enorme huevo coriáceo, que Peter con delicadeza se apresuró a envolver con su jersey de lana y guardarlo en un morral a su espalda. Empezó a girar hacia el corredor pero se detuvo a medio paso y miró a la niña ardilla con dulzura. La niña abrazándose la gran cola tornó los ojos lánguidos y tristes en una luminosa sonrisa. Se contaron sin palabras, durante unos instantes, mil sueños y deseos compartidos. Y luego con una media sonrisa y un movimiento de cabeza se dijeron hasta pronto.

-Haere ra Peter, me hoki mai anō koe.- Susurró la niña ardilla.

-Haere ra Tamaiti.- Dijo Peter.- Mi abuela estará contenta.- Luego se alejó corriendo por la galería siguiendo sus pasos en el polvo, en una carrera contra el sol, hacia la ventana cuya cortina ondea con la brisa de la bahía de Otago.

Kwentaro

Uno de octubre del Dos mil Ocho