jueves, 16 de julio de 2015

Totenkopf 2



El Cairo. Abril de 1942.

Al atardecer bajé al hall del hotel con bastante mal humor. Llevaba el diario, los libros y el extraño abrecartas conmigo en la bolsa de tela. No había conseguido dormir la siesta, la única cosa productiva que se puede hacer en las calurosas tardes del Cairo. Las imágenes del diario de mi tía abuela, donde se la veía con importantes personalidades del movimiento nazi, hostigaban mi mente. 

De camino al “gentlemen club” del hotel vi al criado sikh de mi tía abuela, Satiat, discutiendo con el recepcionista. Probablemente pidiéndole el número de mi habitación. Número que específicamente había pedido que no le dieran. La verdad es que lo había estado evitando. El viejo indio estaba bastante molesto por mi decisión de deshacerme de las reliquias de mi tía, y por lo que podía ver había convencido a algún viejo camarada de la 4ª división británica hindú para que le ayudase a entrar en el hotel.

Dejé de lado las mesitas de mimbre, con vistas al jardín, para sentarme en la barra, a pocos pasos del cartel “Prohibido perros e indios” y del camarero de uniforme blanco que vigilaba la entrada al club del hotel. Me quedaban dos semanas para reincorporarme a mi unidad en Gibraltar y ni el tiempo ni mis negocios estaban yendo bien. Mejor pasar desapercibido.

El barman, un tipo espigado, repeinado y de gran bigote, me ofreció una ginebra con tónica.

-La quinina le vendrá bien para alejar a los mosquitos, señor. –me dijo con un marcado acento escocés.

-Que sea un Macallan… single malt 18 años. -¡Qué diablos!, pagaba tía Dolors.- El camarero se fijó de nuevo en mi. Había respeto en su mirada.

-De pequeño pescaba salmones con mi padre en el rio Spey, cerca de la finca Macallan. Mi nombre es Grigoair McBainhrydge, permítame estrecharle la mano, sir.

-¡Ja! El destino nos ha unido Grigoair. El placer es mío, y olvida el sir, puedes llamarme Lawrence.- dije devolviéndole la cortesía y sonriendo por primera vez en días.

-Que le trae al Cairo, Lawrence.-demonios, que tipo tan agradable, dan ganas de contárselo todo.

-Asuntos familiares, tristes asuntos familiares, me temo... dios, había olvidado lo bueno que era.-dije paladeando el whisky.

-Es un whisky de las Highland.- dijo el barman con orgullo.

-Envejecido en barricas de vino de Jerez. O eso decía mi madre. Ella era catalana sabe, un lugar con un clima más agradable que este.

-Y más benévolo que nuestra Gran Bretaña, sin duda.

Me sumí en un tren de pensamientos nostálgicos, mientras Grigoair limpiaba vasos con elegancia. Observaba como a medida que el sol iba descendiendo en el horizonte, sus rayos iban acercándose lentamente a mis pies, mi mente volaba a los viejos buenos tiempos cuando iba de senderismo con mi madre por Montserrat. Pedí una segunda copa mientras el sol seguía su lento avance, como un viejo amigo que viene a saludar.

-Tal vez puedas ayudarme, Grigoair. 

El Barman me observo paciente, invitándome a continuar.-me encanta la gente silenciosa.

-Busco un anticuario con el que deshacerme de una herencia. Pero desde que he llegado parece que solo atraigo ratas.-me quejé dándole un sorbo al whisky. 

-Pues se encuentra en uno de los mejores sitios donde conocer gente con contactos y dinero. Sin ir más lejos, en aquella mesa jugando al bridge tiene a Nkosi Nourbese, empresario egipcio, y a Curtis Darrell, hijo del dueño de los astilleros Darrell, una de las mayores fortunas del Cairo.

Mis ojos, sin embargo, se fueron a una mesa cerca del jardín. Fuera de los límites del club de caballeros. Observé a una joven, que vestida con un traje color crema, un sombrerillo a juego y un paraguas para el sol, tomaba el té con la espalda increíblemente erguida. Sujetaba uno de esos vasitos labrados árabes mientras con una sonrisa serena observaba la fuente de piedra y el vaivén de las palmeras. No pude evitar una sonrisa maquiavélica cuando vi como sus manos acariciaban el lomo de cuero de un viejo libro.

-Esa señorita de ahí es la filántropa Miss Britanny Ashley-Brooks, hija del profesor Benjamin Ashley del National History Museum y de Camil Brooks, exploradora de la National Geographic Society.- dijo Grigoair siguiendo mi mirada.

-Sírvete un Macallan, Grigoair, y deséame suerte. 

-¡Con gusto, señor!

De un trago me acabé el Macallan y la observé. ¿Que decía mi instructor? ¿Cuál era la estrategia con una chica así? El abordaje directo no funcionaría, esa espalda tan recta, culta, hija de una mujer independiente y un literato… estaba por encima del común de los mortales… halagarla o invitarla a algo no serviría de nada, estaría más que acostumbrada y además aburrido. Ignorarla, para que quisiera mi atención… tal vez desplegando mis encantos en alguna mesa cercana… tampoco… ya tenía un buen libro por compañía y parecía una mujer de mundo. Menospreciarla… tratarla como a una chiquilla. Egipto es un mundo de hombres y estamos en guerra, tratará de demostrarme su valía… pero si se huele el truco, lo tendré todo perdido… ¡Ah! El instinto maternal, el misterio, hacerme el desvalido… ¡Eso es!

-Grigoair, puedes llevarme un té a esa mesa cercana a la señorita.-rebusqué en mi mochila y cargué con todo el hatillo de libros y parafernalia hacia la mesa contigua. De reojo vi a Satiat y a su amigo uniformado. Estaba haciendo aspavientos discutiendo con el recepcionista. Algunos turistas curiosos se agolpaban alrededor, uno de ellos se giró y miró en mi dirección, ¡Una mujer con pantalones y casco de moto! Como cambian los tiempos.

Me senté de lado, desplegué algunos de los títulos más llamativos. Y simulé estar consternado por la lectura. Cuando Grigoair me trajo el té fui extremadamente cortes. 

-¡Gracias, señor McBainhrydge!

-Siempre a su servicio profesor Lawrence.-El tuteo y el afecto en la voz, llamaron la atención de Miss Britanny. Ahh truhán, este hombre era un artista, tendré que dejarle una buena propina.

Me detuve unos segundos a probar el té y volví a la lectura. Mantuve mi mirada en los libros durante minutos mientras me aseguraba de tener la pose más elegante y misteriosa que pudiera. Pasaba de un libro a otro, mientras tomaba algunas notas en la parte final del diario de mi abuela. Y cuando noté que me observaba intrigada, lancé el anzuelo.

-Esto no tiene ningún sentido.-mascullé, mientras me masajeaba las sienes. Lo decía en serio. En concreto, el fragmento transcrito de las estancias de Dzyan, era un galimatías. Un momento después solté un sutil suspiro para llamar la atención.

Funcionó.

-Disculpe, caballero. No he podido evitar fijarme, algunos de los libros que porta son exquisitamente extraños.

-¿Perdón? ¡Ohh! En efecto señorita, son tan raros como indescifrables. Me llevan de cabeza si le soy sincero.-reí encantadoramente.-pero, mis disculpas, ni siquiera me he presentado. Mi nombre es Lawrence Frederick-Llopis, a su servicio.

-Miss Britanny Ashley-Brooks.-dijo con nobleza y no sé cómo me lió para que me autoinvitase a su mesa. Pasamos la siguiente media hora, charlando y riendo. Un ejercicio que requirió de toda mi concentración. Daba la sensación de que iba un paso por delante de mí todo el tiempo. 

Estaba interesada en los libros desde luego. Pero a medida que la velada transcurría su interés hacia mí se hizo notable. Dos caídas de ojos seguidas, una sonrisa seductora y un roce de su mano, me pusieron más alerta y me bajaron el efecto del whisky más rápido que el aullido de un stuka en picado.

En una mesa cercana la mujer de los pantalones me lanzó una mirada divertida, pero concentrado en mi “cliente” mi cerebro la ignoró.

Resultó además que nuestras respectivas suites estaban en la misma planta, en el ala noble del hotel, sobre los jardines y las fuentes refrescantes. Con lo que finalmente me relajé y acepté escoltarla hasta su suite. 

Afortunadamente, no había rastro de Satiat, en el salón. Subí la escalera con Miss Britanny confortablemente apoyada en mi brazo. Cortésmente le indiqué cual era mi suite, por si necesitaba cualquier cosa de mí. Me paré ante su puerta como un perfecto caballero y traté de concertar una cita para el día siguiente, donde le mostraría el resto de mi maravillosa colección de libros.

-Ohh Lawrence…-dijo en un susurro, mientras se mordía el labio inferior y se soltaba el recogido que llevaba en el pelo. Luego se sumió en las tinieblas de su habitación, dejando la puerta entreabierta. 

¡Qué diablos! Ya buscaría otro anticuario mañana. 

Me dispuse a entrar y con una sonrisa socarrona miré a mi alrededor pagado de mi mismo. Cuando de mi suite salió Khalid ibn Fadil, el anticuario con cara de comadreja, con la mano enyesada y acompañado de dos tipos rubios malcarados. Se notaban que andaban frustrados y buscando pelea. No habían encontrado lo que buscaban.

Me giré rezando para que no me viesen abrazando la mochila de tela, justo a tiempo de ver que por la escalera subía Satiat con la policía militar británica y me señalaba con el dedo.

¡Policía militar! ¡El viejo resentido me ha delatado! Me ahorcarán por espía si los nazis que acompañaban al anticuario no me matan antes.

A cámara lenta miré al otro lado, para ver como el anticuario copto me reconocía y ladraba una orden a sus secuaces. Cualquiera podía ver que llevaban la etiqueta Schutzstaffel colgada sobre las cabezas. Aunque por si no quedaba claro que era SS, uno de ellos desenfundó una semiautomática luger. La policía militar británica también lo vio.

Con un ágil paso entré en la oscuridad de la suite de Miss Britanny y tranqué la puerta detrás de mí. Busqué el balcón en la oscuridad, agarré la mochila y cogiendo aire me precipite hacia él.

Entonces estalló el caos, Miss Britanny me interceptó antes de llegar al balcón y me besó mientras sus manos me arrancaban los botones de la camisa. En el pasillo se desató un tiroteo y la puerta de la suite fue abierta de una patada. 

La figura de un SS armado se perfiló en el umbral y la luz del pasillo mostró una semidesnuda Britanny, en ese punto perdió el Miss, que tapándose con una cortina comenzó a chillar. 

En cuanto el nazi abrió fuego sobre nosotros tomé la decisión, cogí a Britanny, la cortina y mi mochila y salté hacia las fuentes de agua refrescante del jardín.

Kwentaro, Quince de julio del dos mil quince.

lunes, 6 de julio de 2015

Totenkopf



-Señor Frederik-Llopis, ¿verdad? Lamento el retraso, mi nombre es Khalid ibn Fadil, ¿En qué puedo ayudarle?

El hombrecillo con cara de mustélido inspiraba de todo menos confianza, me evaluaba de arriba abajo y hacía soberanos esfuerzos por mostrarme el envés de sus manos. Sin embargo, era el único anticuario de renombre que me habían recomendado en la embajada española. Y encima estaba a pocas calles del Hilton.

-Llámeme Lawrence por favor. Tan solo quería una tasación profesional. Le pagaré por sus servicios, dentro de lo razonable por supuesto.

Pobre diablo, los ojos del hombrecillo se abrieron casi tanto como su sonrisa. Alguien debería decirle que la visión de tantos dientes podridos no inspira mucha confianza. Su mano huesuda se alargó hacia una cesta con dátiles y me invitó a sentarme al lado del mostrador. El sitio estaba obviamente destinado a invitados extranjeros, mobiliario de mimbre, cojines de plumas de estilo inglés… Todo con un aire decadente y victoriano, incluso había un par de rollos de papiro y la típica pareja de momias recién saqueadas.

- Siéntese Sir Lawrence, muéstreme los objetos, por favor.-dijo con un marcado acento árabe.

Mi tía abuela Dolors Llopis Montsant había muerto en el Cairo hacía unos meses y yo era el único heredero de su enorme fortuna. Emigró al Cairo dejando atrás su querida Manresa mucho antes de que la segunda república cayera ante el bando sublevado. Formaba parte de la sociedad teosófica y había conocido a la legendaria Helena Blavatski. Mi madre decía que no sabía si había ido en pos de los misterios de las pirámides o del acaudalado empresario egipcio que le había prometido una vida de aventuras. Lo cierto es que tras la muerte de su marido, su enorme fortuna se invirtió en bienes inmuebles y todo tipo de artesanía, reliquias y restos arqueológicos, y eso me ataba a mí a Egipto hasta que pudiese transformar todo eso en metálico. El tiempo apremiaba. Tal vez el mundo estuviera en guerra, pero las guerras acaban, y por San Jorge que una vez hubiera cumplido con mi deber con la reina y con Inglaterra, no pensaba volver con las manos vacías a mi apartamento de Dorchester.

Una a una fui exponiendo algunas de las piezas que había traído encima de la mesa. Casi todo libros. Estaban guardadas bajo llave en la cómoda de su dormitorio, así que imaginé debían ser valiosos.

-Como puede ver todo se encuentra en un estado impecable. En Dorchester sería inimaginable. Bendito aire del desierto.

-Su pariente era una reconocida mecenas de las artes, Sir Lawrence. No esperaba menos de su patrimonio.

Mi semblante mudo. El enano cabrón lo notó en seguida pues se mostró más servil y complaciente si cabe.

-¿Se interesa tanto por todos los clientes que conciertan una cita, Khalid?

-Todos los anticuarios del Cairo la conocen desde su muerte, Sir. Yo mismo tuve el honor de conocerla en vida, en una gala que la sociedad de amigos de las artes hizo aquí, en la isla de Gezira.
Mierda, parece que no va a ser una negociación fácil. 

Acabé de poner los libros encima de la mesa, casi todos de la editorial Ramón Maynadé, y publicaciones de la revista “Sophia” y el “Loto blanco”. Me aseguré de resaltar los textos de Valle-Inclán, Mario Roso de Luna y de Francisco Montoliu. Pero el hombrecillo pasaba por encima de ellos con su sonrisa complaciente como si fueran literatura barata. Ni siquiera me molesté en sacar los abrecartas y el diario.

-Una gran persona su tía… una pena que dilapidara su fortuna en toda esta superchería barata. Puedo daros por todo el lote dos mil libras. 

Sus dedos, grasientos de comer dátiles, se aproximaron a la cubierta impoluta de la “Doctrina secreta” de Blavatski. La negociación había acabado antes de empezar.

-¿Cómo? Me garantizaron que solo la transcripción de las estancias de Dzian, valía cincuenta mil.-dije con gesto adusto mientras empezaba a recoger los libros.

-Puedo subir a cuatro mil libras, siempre que me permitáis ser el primero en seleccionar y comprar algunos otros objetos de su colección. Se hablan maravillas de sus piezas de artesanía germana. -se apresuró a decir, haciendo gestos de calma.

-¡Me temo que no estoy interesado en vender, Mr. Ibn Fadil!.-respondí mientras una falsa sonrisa iba apareciendo en mi cara. Hora de buscar otro anticuario.

-No se apresure señor Frederik-Llopis, el día es largo aún.-dijo con una sonrisa de suficiencia y un tono algo agresivo. 

-Tal vez en otra ocasión.

El muy cretino tuvo la osadía de sujetar mi mano mientras introducía los libros en la mochila de tela.
En un acto reflejo le partí la muñeca. Tuve que contener mi instinto para no seguir y partirle su cuello de comadreja. Era lo malo del entrenamiento, la memoria muscular tenía sus pros y contras. 

El hombrecillo vio su muerte, lo vio en mis ojos, lo vio en mi mano, que no se cómo había cogido el abrecartas de mi abuela del bolsillo de la mochila, y lo vio en mi pose marcial.

Estaba pensando a toda velocidad, la situación empezaba a complicarse, si intervenía la policía y ésta informaba a las autoridades inglesas me esperaba un destino peor que una cárcel de mala muerte en el Cairo. 

Destinado en Gibraltar, acababa de coger un permiso cuando me llego la noticia de la muerte de Dolors. El único barco en puerto español que me podía acercar a Egipto fue un pesquero italiano. Supuse que los U-boots no hundirían los barcos de Mussolini. Entré en Egipto a través de Libia con pasaporte español y así poder hacerme cargo del patrimonio familiar. No me paré a pensar que España, en teoría neutral, ayudaba a Alemania. Los reemplazos de la división azul atravesaban la Francia ocupada, probablemente para establecer el sitio de Leningrado, y Egipto estaba en manos inglesas. Lo malo, era que el movimiento antibritánico egipcio trataba de informar al “Zorro del desierto”, el mariscal de campo Erwin Rommel, de los movimientos de las tropas de la Commonwealth en Libia, justo mi zona de desembarco y con pasaporte español... ¡Mierda! Tenía la palabra espía grabada en la frente.

¡Piensa rápido Lawrence! Si no me hubiese sujetado la muñeca…

-Será mejor que llamemos a la policía señor Ibn Fadil, ha atacado usted a un súbdito británico.

La treta comenzó a coger forma en mi mente, tal vez incluso podría sacar un buen precio por el lote de libros después de todo. Lentamente fui bajando el abrecartas.

-¡Totenkopf! ¿Wo hast du es gefunden?-jadeó el hombrecillo mirando mi mano a medida que bajaba.

-¿Perdón?-empecé a caer en la cuenta de que para tener la muñeca partida no se estaba quejando demasiado. Su mirada de hecho no estaba centrada en mí, miraba la calavera de la empañadura del abrecartas.

-Puedo incluirlo en el lote de libros, si promete…

-¡Schwarze Sonne!-gritó señalando ahora al sol negro que empezaba a brillar en la empuñadura de la hoja. 

Asombrado miré el abrecartas y en los símbolos que empezaban a brillar. Inconscientemente aflojé la presa sobre su muñeca. Error, el hombrecillo aprovechó para golpearme en la rodilla y escapar hacia la trastienda.

-¡Maldita comadreja!.-gruñí tratando de alcanzarlo mientras él interponía momias polvorientas entre nosotros y lanzaba sarcófagos a mis pies. Lo seguí a través de un almacén lleno de cajas de madera y de un pequeño altar copto hasta un callejón abandonado. 

Nunca imaginé que alguien tan pequeño pudiese correr tan rápido. Trató de perderme en el abarrotado mercado de Bakir, pero le seguí la pista hasta unas escaleras que bajaban a la ribera del Nilo. Allí desde una barcaza me grito:

-Du wirst es Leiden, der Tod ist zu gut für dich. (Vas a sufrir, la muerte es demasiado buena para ti).-entendí lo que me dijo, nos entrenaban para eso, pero lo que más me sorprendió fué que lo dijo en un perfecto alemán.

De vuelta al Hilton, aproveché para leer el diario de mi tia abuela. En la segunda página encontré unas fotos de Montserrat. Un lugar precioso, mi madre me llevaba de excursión por sus agujas de piedra conglomerada cuando era un chaval. En la foto la acompañaban el ocultista de la SS Ahnenerbe Otto Rhan y el Reichsführer Schutzstaffel SS Heinrich Himmler.

-Tía Dolors, ¿En qué demonios andabas metida?

Kwentaro.
Seis de Julio del dos mil quince.





Otro



Los últimos metros bajo la lluvia, te dejan empapado y de mal humor. Te paras a la entrada de tu casa, y con el codo enciendes la sombría luz del pasillo.

-Menuda mierda... –mascullas cuando ves el felpudo lleno de barro y agua.-

Sujetas la cena y la compra con la mano derecha mientras con la izquierda tratas de sacar la llave de la cerradura. Luchas con la puerta cuando el hombro empieza a contractarse por el peso de la compra, y entonces las bolsas de papel, mojadas, ceden y riegan la cena por el suelo. El pollo con fideos parece un accidente de tráfico a tus pies.

-¡Me cago en la puta! ¡Joder! –Dejas que el resto de la compra caiga al suelo, sacas la llave de la cerradura y cierras la puerta de un portazo.-  ¡JODER!

Momentos después estás sentado en un viejo taburete bajo la ducha caliente. La compra y la cena olvidadas en el suelo de la entrada. Tus dedos masajean el hombro. La vieja contractura de siempre. Un suspiro sale de tus labios y apoyas la cara contra las manos temblorosas. Cierras los ojos y dejas que el agua te resbale por la cabeza, la cara, el torso, el abdomen...

Ha sido un día de mierda, necesitas desconectar, evadirte, relajarte... cuando pasa por tu mente la idea de hacerte una paja. Una rápida, solo para descargar y quedarte a gusto. Una buena corrida para que al menos el día termine bien.

El agua caliente a presión hace los preliminares y para cuando te agarras la polla ya tienes media erección. Estiras los pies en la ducha y comienzas el vaivén.

Media hora después, frustrado, incapaz de correrte, te levantas con furia y empiezas a machacártela con frenesí. El agua hirviendo cae sobre ti mientras jadeas y sudas. –Vamos, vamos, joder...- Llegas al clímax para tener una corrida insignificante e insatisfactoria.

Sales de la ducha cabreado. Desnudo miras el espejo empañado. No sabes si de verdad quieres ver la imagen que te va a devolver el espejo. Empieza a darte un hormigueo sordo en la punta de los dedos y los testículos. Nauseas o un retortijón de hambre trata de roerte las entrañas. 

Tu mano temblorosa limpia el vaho. Tu piel blanca se ve ahora roja escaldada por el agua hirviendo. Piel roja, demasiado roja.

Acercas la cara al espejo para verte la piel, con el dedo índice sondeas los huecos entre los dientes. Parece que hay algo entre los premolares: unas hebras de carne del kebab del medio día. Haces algo de palanca para sacarla cuando la uña con un chasquido se desprende de la carne del dedo.

-Joder... – dices asustado mientras escupes la uña al lavabo.- Joder... 

Miras intensamente tu mano, el corazón late espeso y desaforado dentro de tu pecho. Las nauseas aumentan. -Joder, joder, joder... -gimes cuando al masajearte los dedos las uñas, una a una, se van desprendiendo.

Es entonces cuando oyes el ruido sordo y viscoso de algo que golpea el suelo bajo tí. Te separas del lavabo para ver tu pene y tus testículos en el suelo, desprendiendo plasma rosado sobre la alfombra del baño. En tu entrepierna, una úlcera abierta chorrea sangre y semen.

Como un tren expreso las nauseas suben por tu garganta. El kebab impacta contra tu imagen en el espejo. Las arcadas se suceden una y otra vez, tus ojos inyectados en sangre te devuelven una turbia mirada. Incapaz de decir nada, luchas por introducir aire en tus pulmones. El almuerzo da paso al desayuno, éste a la bilis, y la bilis verde a la sangre roja...

La nausea pasa por unos momentos. Unos gases nauseabundos salen de tu garganta. Gimes aterrorizado y caes al suelo sobre la alfombra, tambaleante tratas de arrastrarte hacia el pasillo para pedir ayuda, pero tu mano inconsciente aplasta tu pene, que queda hecho una gelatina bajo ella. Tras unos segundos de estupefacción recoges los testículos y los pones sobre la tapa del váter, a salvo.

Lloriqueando, tratando de alcanzar el pasillo, empiezas a respirar entrecortadamente, los gases escapan de tu esfínter. La atmosfera húmeda del baño es asquerosa. Es entonces cuando notas como te llega otra arcada. Te paras tratando de respirar lenta y profundamente.

La contracción del tórax y el abdomen es brutal, tus muslos se llenan de mierda, mientras ésta sale a borbotones por tu culo. Pero lo peor son los coágulos de sangre que sacas por tu nariz y boca. Una y otra vez las arcadas bombean tus tripas por la garganta. Lo primero en salir es el estomago, violáceo; luego le sigue el bazo, oscuro y podrido, el páncreas y el hígado salen hechos puré, como un montón de mierda. Lo último son los pulmones.

Caes inmóvil mirando la puerta de la calle, pequeños espasmos inconscientes sacuden tu cuerpo mientras mueres...

Pero tu mente sigue funcionando, horas después, poco a poco, la estupefacción te hace ir saliendo de tu catatonia. Aún inmóvil miras la puerta de entrada. Un ojo tuyo parpadea, el cuello realiza un brusco espasmo cuando te llega el olor del pollo con fideos del suelo.

Cuando de repente en tu mente estalla una algarabía.

-¿Has terminado la metamorfosis?... ¡Bienvenido a la colmena hermano!

Kwentaro
Veinticuatro de octubre del dos mil once.

La casa de las mil ventanas. Versión 2009



Estábamos en la estación de las hojas caídas. Las grandes manadas habían empezado su lento emigrar hacia las tierras bajas, muy al sur. Más allá de los pasos que marcaban el linde entre la tierra de los Pies Negros y los Cheyenne.

Aquella noche la gran llanura se extendía infinita bajo el manto de las estrellas. El cuervo, el halcón y la urraca debatían acerca del futuro del hombre recién llegado del norte. Mi pueblo también lo hacía, y Espíritu Veloz había seguido su rastro, espiando sus ceremonias, desde que entró en nuestras tierras varias lunas atrás. Su nombre era Namid, que en Cheyenne quería decir “el que baila bajo las estrellas”.

Nuestro hombre medicina había hablado con los pájaros. Sabíamos que eran los espíritus que en el pasado habían ayudado a nuestro pueblo a ganar la carrera a “el bisonte que comía carne humana” y por ello los venerábamos y escuchábamos su consejo. Dijeron que ese hombre era bueno, que había que protegerlo, que el futuro de nuestra raza, que el futuro de los lagos, de los ríos y los bosques, del largo mar de hierba, de la tierra, del cielo y de todos los que vivíamos debajo dependía de él.

De alguna forma, yo ya soy viejo y no recuerdo como, la urraca pinto círculos rojos entorno a los ojos de Espíritu Veloz, el halcón pintó de blanco su espalda y su frente y el cuervo de azul sus manos y pies. Y luego esa noche, ante la gran hoguera, el tótem de nuestro guerrero vino desde el mundo de los espíritus. Sus sombras recortadas contra el fuego apenas se movían. Espíritu veloz asentía mientras el gran lobo que era su tótem lo miraba fijamente. Dicen los ancianos que los oyeron hablar, pero yo no pude oír nada.

Y a partir de entonces Espíritu Veloz corrió junto a Namid, nunca se pararon a conversar, apenas se miraron, no compartieron refugio durante las crudas noches de invierno, ni siquiera comida cuando la caza era escasa. Pero Espíritu Veloz veló por la seguridad del hombre del norte mientras éste, cada luna nueva, bailaba sobre las colinas junto a las viejas piedras, y cantaba a las estrellas.

Durante muchas lunas perdíamos de vista a Namid y su guardián, pero durante la estación de las hojas caídas Espíritu Veloz siempre volvía al poblado y nos contaba historias. Historias que decían que esta tierra era nuestro hogar y de cómo Namid cuidaba de ella.

Con los años, hermanos de todas las tribus, Chippewas, Arapahoes, Shawnees, Crows y Pies Negros, designaron a un guerrero de corazón valiente para que protegiera a Namid. Nos creímos seguros y pensamos que el fin del mundo estaba cada vez más lejos. Cuan equivocados estábamos.

Tiempo después una serpiente nos contó lo que había ocurrido. El coyote, que estuvo del lado del bisonte durante la gran carrera, le dijo a éste lo que había visto. Y el bisonte fue hacia donde sale el sol, a la tierra de los demonios blancos. No sabemos con certeza lo que pasó, pero tiempo después el bisonte guió a los demonios a nuestras tierras. Las tribus trataron de defenderse y en su afán de luchar contra el hombre blanco, olvidaron a Namid.

Y un aciago día, encontraron a Namid, su cuerpo pisoteado por una estampida, devorado por los coyotes. Y las tribus recordaron a la urraca, el cuervo y el halcón, y perdieron la voluntad de luchar pues todo estaba ya perdido. 

El demonio blanco esclavizó a las tribus, destruyó a nuestra raza, invadió el largo mar de hierba, destruyó bosques, lagos y ríos, y contaminó el cielo y la tierra. Ahora vive, disfrutando de su victoria, en grandes casas de mil ventanas, esperando ansioso el fin del mundo.

Kwentaro, veintitrés de septiembre del dos mil nueve.