-Señor Frederik-Llopis, ¿verdad?
Lamento el retraso, mi nombre es Khalid ibn Fadil, ¿En qué puedo ayudarle?
El hombrecillo con cara de mustélido
inspiraba de todo menos confianza, me evaluaba de arriba abajo y hacía
soberanos esfuerzos por mostrarme el envés de sus manos. Sin embargo, era el
único anticuario de renombre que me habían recomendado en la embajada española.
Y encima estaba a pocas calles del Hilton.
-Llámeme Lawrence por favor. Tan
solo quería una tasación profesional. Le pagaré por sus servicios, dentro de lo
razonable por supuesto.
Pobre diablo, los ojos del
hombrecillo se abrieron casi tanto como su sonrisa. Alguien debería decirle que
la visión de tantos dientes podridos no inspira mucha confianza. Su mano
huesuda se alargó hacia una cesta con dátiles y me invitó a sentarme al lado
del mostrador. El sitio estaba obviamente destinado a invitados extranjeros,
mobiliario de mimbre, cojines de plumas de estilo inglés… Todo con un aire
decadente y victoriano, incluso había un par de rollos de papiro y la típica
pareja de momias recién saqueadas.
- Siéntese Sir Lawrence,
muéstreme los objetos, por favor.-dijo con un marcado acento árabe.
Mi tía abuela Dolors Llopis
Montsant había muerto en el Cairo hacía unos meses y yo era el único heredero
de su enorme fortuna. Emigró al Cairo dejando atrás su querida Manresa mucho
antes de que la segunda república cayera ante el bando sublevado. Formaba parte
de la sociedad teosófica y había conocido a la legendaria Helena Blavatski. Mi
madre decía que no sabía si había ido en pos de los misterios de las pirámides o
del acaudalado empresario egipcio que le había prometido una vida de aventuras.
Lo cierto es que tras la muerte de su marido, su enorme fortuna se invirtió en
bienes inmuebles y todo tipo de artesanía, reliquias y restos arqueológicos, y
eso me ataba a mí a Egipto hasta que pudiese transformar todo eso en metálico.
El tiempo apremiaba. Tal vez el mundo estuviera en guerra, pero las guerras
acaban, y por San Jorge que una vez hubiera cumplido con mi deber con la reina
y con Inglaterra, no pensaba volver con las manos vacías a mi apartamento de
Dorchester.
Una a una fui exponiendo algunas
de las piezas que había traído encima de la mesa. Casi todo libros. Estaban
guardadas bajo llave en la cómoda de su dormitorio, así que imaginé debían ser
valiosos.
-Como puede ver todo se encuentra
en un estado impecable. En Dorchester sería inimaginable. Bendito aire del
desierto.
-Su pariente era una reconocida
mecenas de las artes, Sir Lawrence. No esperaba menos de su patrimonio.
Mi semblante mudo. El enano
cabrón lo notó en seguida pues se mostró más servil y complaciente si cabe.
-¿Se interesa tanto por todos los
clientes que conciertan una cita, Khalid?
-Todos los anticuarios del Cairo
la conocen desde su muerte, Sir. Yo mismo tuve el honor de conocerla en vida, en
una gala que la sociedad de amigos de las artes hizo aquí, en la isla de
Gezira.
Mierda, parece que no va a ser
una negociación fácil.
Acabé de poner los libros encima
de la mesa, casi todos de la editorial Ramón Maynadé, y publicaciones de la
revista “Sophia” y el “Loto blanco”. Me aseguré de resaltar los textos de Valle-Inclán,
Mario Roso de Luna y de Francisco Montoliu. Pero el hombrecillo pasaba por
encima de ellos con su sonrisa complaciente como si fueran literatura barata.
Ni siquiera me molesté en sacar los abrecartas y el diario.
-Una gran persona su tía… una
pena que dilapidara su fortuna en toda esta superchería barata. Puedo daros por
todo el lote dos mil libras.
Sus dedos, grasientos de comer dátiles,
se aproximaron a la cubierta impoluta de la “Doctrina secreta” de Blavatski. La
negociación había acabado antes de empezar.
-¿Cómo? Me garantizaron que solo
la transcripción de las estancias de Dzian, valía cincuenta mil.-dije con gesto
adusto mientras empezaba a recoger los libros.
-Puedo subir a cuatro mil libras,
siempre que me permitáis ser el primero en seleccionar y comprar algunos otros
objetos de su colección. Se hablan maravillas de sus piezas de artesanía
germana. -se apresuró a decir, haciendo gestos de calma.
-¡Me temo que no estoy interesado
en vender, Mr. Ibn Fadil!.-respondí mientras una falsa sonrisa iba apareciendo
en mi cara. Hora de buscar otro anticuario.
-No se apresure señor
Frederik-Llopis, el día es largo aún.-dijo con una sonrisa de suficiencia y un
tono algo agresivo.
-Tal vez en otra ocasión.
El muy cretino tuvo la osadía de
sujetar mi mano mientras introducía los libros en la mochila de tela.
En un acto reflejo le partí la
muñeca. Tuve que contener mi instinto para no seguir y partirle su cuello de
comadreja. Era lo malo del entrenamiento, la memoria muscular tenía sus pros y
contras.
El hombrecillo vio su muerte, lo vio
en mis ojos, lo vio en mi mano, que no se cómo había cogido el abrecartas de mi
abuela del bolsillo de la mochila, y lo vio en mi pose marcial.
Estaba pensando a toda velocidad,
la situación empezaba a complicarse, si intervenía la policía y ésta informaba
a las autoridades inglesas me esperaba un destino peor que una cárcel de mala
muerte en el Cairo.
Destinado en Gibraltar, acababa
de coger un permiso cuando me llego la noticia de la muerte de Dolors. El único
barco en puerto español que me podía acercar a Egipto fue un pesquero italiano.
Supuse que los U-boots no hundirían los barcos de Mussolini. Entré en Egipto a
través de Libia con pasaporte español y así poder hacerme cargo del patrimonio
familiar. No me paré a pensar que España, en teoría neutral, ayudaba a
Alemania. Los reemplazos de la división azul atravesaban la Francia ocupada,
probablemente para establecer el sitio de Leningrado, y Egipto estaba en manos
inglesas. Lo malo, era que el movimiento antibritánico egipcio trataba de
informar al “Zorro del desierto”, el mariscal de campo Erwin Rommel, de los
movimientos de las tropas de la Commonwealth en Libia, justo mi zona de
desembarco y con pasaporte español... ¡Mierda! Tenía la palabra espía grabada
en la frente.
¡Piensa rápido Lawrence! Si no me
hubiese sujetado la muñeca…
-Será mejor que llamemos a la
policía señor Ibn Fadil, ha atacado usted a un súbdito británico.
La treta comenzó a coger forma en
mi mente, tal vez incluso podría sacar un buen precio por el lote de libros
después de todo. Lentamente fui bajando el abrecartas.
-¡Totenkopf! ¿Wo hast du es
gefunden?-jadeó el hombrecillo mirando mi mano a medida que bajaba.
-¿Perdón?-empecé a caer en la
cuenta de que para tener la muñeca partida no se estaba quejando demasiado. Su
mirada de hecho no estaba centrada en mí, miraba la calavera de la empañadura
del abrecartas.
-Puedo incluirlo en el lote de
libros, si promete…
-¡Schwarze Sonne!-gritó señalando
ahora al sol negro que empezaba a brillar en la empuñadura de la hoja.
Asombrado miré el abrecartas y en
los símbolos que empezaban a brillar. Inconscientemente aflojé la presa sobre
su muñeca. Error, el hombrecillo aprovechó para golpearme en la rodilla y
escapar hacia la trastienda.
-¡Maldita comadreja!.-gruñí
tratando de alcanzarlo mientras él interponía momias polvorientas entre
nosotros y lanzaba sarcófagos a mis pies. Lo seguí a través de un almacén lleno
de cajas de madera y de un pequeño altar copto hasta un callejón abandonado.
Nunca imaginé que alguien tan
pequeño pudiese correr tan rápido. Trató de perderme en el abarrotado mercado
de Bakir, pero le seguí la pista hasta unas escaleras que bajaban a la ribera
del Nilo. Allí desde una barcaza me grito:
-Du wirst es Leiden,
der Tod ist zu gut für dich. (Vas a sufrir, la muerte es demasiado buena para ti).-entendí lo que me
dijo, nos entrenaban para eso, pero lo que más me sorprendió fué que lo dijo en
un perfecto alemán.
De vuelta al Hilton, aproveché para leer el
diario de mi tia abuela. En la segunda página encontré unas fotos de
Montserrat. Un lugar precioso, mi madre me llevaba de excursión por sus agujas de
piedra conglomerada cuando era un chaval. En la foto la acompañaban el
ocultista de la SS Ahnenerbe Otto Rhan y el Reichsführer Schutzstaffel SS Heinrich
Himmler.
-Tía Dolors, ¿En qué demonios andabas metida?
Kwentaro.
Seis de Julio del dos mil quince.
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