lunes, 6 de julio de 2015

Totenkopf



-Señor Frederik-Llopis, ¿verdad? Lamento el retraso, mi nombre es Khalid ibn Fadil, ¿En qué puedo ayudarle?

El hombrecillo con cara de mustélido inspiraba de todo menos confianza, me evaluaba de arriba abajo y hacía soberanos esfuerzos por mostrarme el envés de sus manos. Sin embargo, era el único anticuario de renombre que me habían recomendado en la embajada española. Y encima estaba a pocas calles del Hilton.

-Llámeme Lawrence por favor. Tan solo quería una tasación profesional. Le pagaré por sus servicios, dentro de lo razonable por supuesto.

Pobre diablo, los ojos del hombrecillo se abrieron casi tanto como su sonrisa. Alguien debería decirle que la visión de tantos dientes podridos no inspira mucha confianza. Su mano huesuda se alargó hacia una cesta con dátiles y me invitó a sentarme al lado del mostrador. El sitio estaba obviamente destinado a invitados extranjeros, mobiliario de mimbre, cojines de plumas de estilo inglés… Todo con un aire decadente y victoriano, incluso había un par de rollos de papiro y la típica pareja de momias recién saqueadas.

- Siéntese Sir Lawrence, muéstreme los objetos, por favor.-dijo con un marcado acento árabe.

Mi tía abuela Dolors Llopis Montsant había muerto en el Cairo hacía unos meses y yo era el único heredero de su enorme fortuna. Emigró al Cairo dejando atrás su querida Manresa mucho antes de que la segunda república cayera ante el bando sublevado. Formaba parte de la sociedad teosófica y había conocido a la legendaria Helena Blavatski. Mi madre decía que no sabía si había ido en pos de los misterios de las pirámides o del acaudalado empresario egipcio que le había prometido una vida de aventuras. Lo cierto es que tras la muerte de su marido, su enorme fortuna se invirtió en bienes inmuebles y todo tipo de artesanía, reliquias y restos arqueológicos, y eso me ataba a mí a Egipto hasta que pudiese transformar todo eso en metálico. El tiempo apremiaba. Tal vez el mundo estuviera en guerra, pero las guerras acaban, y por San Jorge que una vez hubiera cumplido con mi deber con la reina y con Inglaterra, no pensaba volver con las manos vacías a mi apartamento de Dorchester.

Una a una fui exponiendo algunas de las piezas que había traído encima de la mesa. Casi todo libros. Estaban guardadas bajo llave en la cómoda de su dormitorio, así que imaginé debían ser valiosos.

-Como puede ver todo se encuentra en un estado impecable. En Dorchester sería inimaginable. Bendito aire del desierto.

-Su pariente era una reconocida mecenas de las artes, Sir Lawrence. No esperaba menos de su patrimonio.

Mi semblante mudo. El enano cabrón lo notó en seguida pues se mostró más servil y complaciente si cabe.

-¿Se interesa tanto por todos los clientes que conciertan una cita, Khalid?

-Todos los anticuarios del Cairo la conocen desde su muerte, Sir. Yo mismo tuve el honor de conocerla en vida, en una gala que la sociedad de amigos de las artes hizo aquí, en la isla de Gezira.
Mierda, parece que no va a ser una negociación fácil. 

Acabé de poner los libros encima de la mesa, casi todos de la editorial Ramón Maynadé, y publicaciones de la revista “Sophia” y el “Loto blanco”. Me aseguré de resaltar los textos de Valle-Inclán, Mario Roso de Luna y de Francisco Montoliu. Pero el hombrecillo pasaba por encima de ellos con su sonrisa complaciente como si fueran literatura barata. Ni siquiera me molesté en sacar los abrecartas y el diario.

-Una gran persona su tía… una pena que dilapidara su fortuna en toda esta superchería barata. Puedo daros por todo el lote dos mil libras. 

Sus dedos, grasientos de comer dátiles, se aproximaron a la cubierta impoluta de la “Doctrina secreta” de Blavatski. La negociación había acabado antes de empezar.

-¿Cómo? Me garantizaron que solo la transcripción de las estancias de Dzian, valía cincuenta mil.-dije con gesto adusto mientras empezaba a recoger los libros.

-Puedo subir a cuatro mil libras, siempre que me permitáis ser el primero en seleccionar y comprar algunos otros objetos de su colección. Se hablan maravillas de sus piezas de artesanía germana. -se apresuró a decir, haciendo gestos de calma.

-¡Me temo que no estoy interesado en vender, Mr. Ibn Fadil!.-respondí mientras una falsa sonrisa iba apareciendo en mi cara. Hora de buscar otro anticuario.

-No se apresure señor Frederik-Llopis, el día es largo aún.-dijo con una sonrisa de suficiencia y un tono algo agresivo. 

-Tal vez en otra ocasión.

El muy cretino tuvo la osadía de sujetar mi mano mientras introducía los libros en la mochila de tela.
En un acto reflejo le partí la muñeca. Tuve que contener mi instinto para no seguir y partirle su cuello de comadreja. Era lo malo del entrenamiento, la memoria muscular tenía sus pros y contras. 

El hombrecillo vio su muerte, lo vio en mis ojos, lo vio en mi mano, que no se cómo había cogido el abrecartas de mi abuela del bolsillo de la mochila, y lo vio en mi pose marcial.

Estaba pensando a toda velocidad, la situación empezaba a complicarse, si intervenía la policía y ésta informaba a las autoridades inglesas me esperaba un destino peor que una cárcel de mala muerte en el Cairo. 

Destinado en Gibraltar, acababa de coger un permiso cuando me llego la noticia de la muerte de Dolors. El único barco en puerto español que me podía acercar a Egipto fue un pesquero italiano. Supuse que los U-boots no hundirían los barcos de Mussolini. Entré en Egipto a través de Libia con pasaporte español y así poder hacerme cargo del patrimonio familiar. No me paré a pensar que España, en teoría neutral, ayudaba a Alemania. Los reemplazos de la división azul atravesaban la Francia ocupada, probablemente para establecer el sitio de Leningrado, y Egipto estaba en manos inglesas. Lo malo, era que el movimiento antibritánico egipcio trataba de informar al “Zorro del desierto”, el mariscal de campo Erwin Rommel, de los movimientos de las tropas de la Commonwealth en Libia, justo mi zona de desembarco y con pasaporte español... ¡Mierda! Tenía la palabra espía grabada en la frente.

¡Piensa rápido Lawrence! Si no me hubiese sujetado la muñeca…

-Será mejor que llamemos a la policía señor Ibn Fadil, ha atacado usted a un súbdito británico.

La treta comenzó a coger forma en mi mente, tal vez incluso podría sacar un buen precio por el lote de libros después de todo. Lentamente fui bajando el abrecartas.

-¡Totenkopf! ¿Wo hast du es gefunden?-jadeó el hombrecillo mirando mi mano a medida que bajaba.

-¿Perdón?-empecé a caer en la cuenta de que para tener la muñeca partida no se estaba quejando demasiado. Su mirada de hecho no estaba centrada en mí, miraba la calavera de la empañadura del abrecartas.

-Puedo incluirlo en el lote de libros, si promete…

-¡Schwarze Sonne!-gritó señalando ahora al sol negro que empezaba a brillar en la empuñadura de la hoja. 

Asombrado miré el abrecartas y en los símbolos que empezaban a brillar. Inconscientemente aflojé la presa sobre su muñeca. Error, el hombrecillo aprovechó para golpearme en la rodilla y escapar hacia la trastienda.

-¡Maldita comadreja!.-gruñí tratando de alcanzarlo mientras él interponía momias polvorientas entre nosotros y lanzaba sarcófagos a mis pies. Lo seguí a través de un almacén lleno de cajas de madera y de un pequeño altar copto hasta un callejón abandonado. 

Nunca imaginé que alguien tan pequeño pudiese correr tan rápido. Trató de perderme en el abarrotado mercado de Bakir, pero le seguí la pista hasta unas escaleras que bajaban a la ribera del Nilo. Allí desde una barcaza me grito:

-Du wirst es Leiden, der Tod ist zu gut für dich. (Vas a sufrir, la muerte es demasiado buena para ti).-entendí lo que me dijo, nos entrenaban para eso, pero lo que más me sorprendió fué que lo dijo en un perfecto alemán.

De vuelta al Hilton, aproveché para leer el diario de mi tia abuela. En la segunda página encontré unas fotos de Montserrat. Un lugar precioso, mi madre me llevaba de excursión por sus agujas de piedra conglomerada cuando era un chaval. En la foto la acompañaban el ocultista de la SS Ahnenerbe Otto Rhan y el Reichsführer Schutzstaffel SS Heinrich Himmler.

-Tía Dolors, ¿En qué demonios andabas metida?

Kwentaro.
Seis de Julio del dos mil quince.





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