lunes, 6 de julio de 2015

La casa de las mil ventanas. Versión 2009



Estábamos en la estación de las hojas caídas. Las grandes manadas habían empezado su lento emigrar hacia las tierras bajas, muy al sur. Más allá de los pasos que marcaban el linde entre la tierra de los Pies Negros y los Cheyenne.

Aquella noche la gran llanura se extendía infinita bajo el manto de las estrellas. El cuervo, el halcón y la urraca debatían acerca del futuro del hombre recién llegado del norte. Mi pueblo también lo hacía, y Espíritu Veloz había seguido su rastro, espiando sus ceremonias, desde que entró en nuestras tierras varias lunas atrás. Su nombre era Namid, que en Cheyenne quería decir “el que baila bajo las estrellas”.

Nuestro hombre medicina había hablado con los pájaros. Sabíamos que eran los espíritus que en el pasado habían ayudado a nuestro pueblo a ganar la carrera a “el bisonte que comía carne humana” y por ello los venerábamos y escuchábamos su consejo. Dijeron que ese hombre era bueno, que había que protegerlo, que el futuro de nuestra raza, que el futuro de los lagos, de los ríos y los bosques, del largo mar de hierba, de la tierra, del cielo y de todos los que vivíamos debajo dependía de él.

De alguna forma, yo ya soy viejo y no recuerdo como, la urraca pinto círculos rojos entorno a los ojos de Espíritu Veloz, el halcón pintó de blanco su espalda y su frente y el cuervo de azul sus manos y pies. Y luego esa noche, ante la gran hoguera, el tótem de nuestro guerrero vino desde el mundo de los espíritus. Sus sombras recortadas contra el fuego apenas se movían. Espíritu veloz asentía mientras el gran lobo que era su tótem lo miraba fijamente. Dicen los ancianos que los oyeron hablar, pero yo no pude oír nada.

Y a partir de entonces Espíritu Veloz corrió junto a Namid, nunca se pararon a conversar, apenas se miraron, no compartieron refugio durante las crudas noches de invierno, ni siquiera comida cuando la caza era escasa. Pero Espíritu Veloz veló por la seguridad del hombre del norte mientras éste, cada luna nueva, bailaba sobre las colinas junto a las viejas piedras, y cantaba a las estrellas.

Durante muchas lunas perdíamos de vista a Namid y su guardián, pero durante la estación de las hojas caídas Espíritu Veloz siempre volvía al poblado y nos contaba historias. Historias que decían que esta tierra era nuestro hogar y de cómo Namid cuidaba de ella.

Con los años, hermanos de todas las tribus, Chippewas, Arapahoes, Shawnees, Crows y Pies Negros, designaron a un guerrero de corazón valiente para que protegiera a Namid. Nos creímos seguros y pensamos que el fin del mundo estaba cada vez más lejos. Cuan equivocados estábamos.

Tiempo después una serpiente nos contó lo que había ocurrido. El coyote, que estuvo del lado del bisonte durante la gran carrera, le dijo a éste lo que había visto. Y el bisonte fue hacia donde sale el sol, a la tierra de los demonios blancos. No sabemos con certeza lo que pasó, pero tiempo después el bisonte guió a los demonios a nuestras tierras. Las tribus trataron de defenderse y en su afán de luchar contra el hombre blanco, olvidaron a Namid.

Y un aciago día, encontraron a Namid, su cuerpo pisoteado por una estampida, devorado por los coyotes. Y las tribus recordaron a la urraca, el cuervo y el halcón, y perdieron la voluntad de luchar pues todo estaba ya perdido. 

El demonio blanco esclavizó a las tribus, destruyó a nuestra raza, invadió el largo mar de hierba, destruyó bosques, lagos y ríos, y contaminó el cielo y la tierra. Ahora vive, disfrutando de su victoria, en grandes casas de mil ventanas, esperando ansioso el fin del mundo.

Kwentaro, veintitrés de septiembre del dos mil nueve.

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