Estábamos
en la estación de las hojas caídas. Las grandes manadas habían empezado su lento
emigrar hacia las tierras bajas, muy al sur. Más allá de los pasos que marcaban
el linde entre la tierra de los Pies Negros y los Cheyenne.
Aquella
noche la gran llanura se extendía infinita bajo el manto de las estrellas. El
cuervo, el halcón y la urraca debatían acerca del futuro del hombre recién
llegado del norte. Mi pueblo también lo hacía, y Espíritu Veloz había seguido
su rastro, espiando sus ceremonias, desde que entró en nuestras tierras varias
lunas atrás. Su nombre era Namid, que en Cheyenne quería decir “el que baila
bajo las estrellas”.
Nuestro
hombre medicina había hablado con los pájaros. Sabíamos que eran los espíritus
que en el pasado habían ayudado a nuestro pueblo a ganar la carrera a “el
bisonte que comía carne humana” y por ello los venerábamos y escuchábamos su
consejo. Dijeron que ese hombre era bueno, que había que protegerlo, que el
futuro de nuestra raza, que el futuro de los lagos, de los ríos y los bosques,
del largo mar de hierba, de la tierra, del cielo y de todos los que vivíamos
debajo dependía de él.
De
alguna forma, yo ya soy viejo y no recuerdo como, la urraca pinto círculos
rojos entorno a los ojos de Espíritu Veloz, el halcón pintó de blanco su
espalda y su frente y el cuervo de azul sus manos y pies. Y luego esa noche,
ante la gran hoguera, el tótem de nuestro guerrero vino desde el mundo de los
espíritus. Sus sombras recortadas contra el fuego apenas se movían. Espíritu
veloz asentía mientras el gran lobo que era su tótem lo miraba fijamente. Dicen
los ancianos que los oyeron hablar, pero yo no pude oír nada.
Y a
partir de entonces Espíritu Veloz corrió junto a Namid, nunca se pararon a conversar,
apenas se miraron, no compartieron refugio durante las crudas noches de
invierno, ni siquiera comida cuando la caza era escasa. Pero Espíritu Veloz
veló por la seguridad del hombre del norte mientras éste, cada luna nueva,
bailaba sobre las colinas junto a las viejas piedras, y cantaba a las
estrellas.
Durante
muchas lunas perdíamos de vista a Namid y su guardián, pero durante la estación
de las hojas caídas Espíritu Veloz siempre volvía al poblado y nos contaba
historias. Historias que decían que esta tierra era nuestro hogar y de cómo
Namid cuidaba de ella.
Con los
años, hermanos de todas las tribus, Chippewas, Arapahoes, Shawnees, Crows y
Pies Negros, designaron a un guerrero de corazón valiente para que protegiera a
Namid. Nos creímos seguros y pensamos que el fin del mundo estaba cada vez más
lejos. Cuan equivocados estábamos.
Tiempo
después una serpiente nos contó lo que había ocurrido. El coyote, que estuvo
del lado del bisonte durante la gran carrera, le dijo a éste lo que había visto.
Y el bisonte fue hacia donde sale el sol, a la tierra de los demonios blancos.
No sabemos con certeza lo que pasó, pero tiempo después el bisonte guió a los
demonios a nuestras tierras. Las tribus trataron de defenderse y en su afán de
luchar contra el hombre blanco, olvidaron a Namid.
Y un
aciago día, encontraron a Namid, su cuerpo pisoteado por una estampida,
devorado por los coyotes. Y las tribus recordaron a la urraca, el cuervo y el
halcón, y perdieron la voluntad de luchar pues todo estaba ya perdido.
El
demonio blanco esclavizó a las tribus, destruyó a nuestra raza, invadió el
largo mar de hierba, destruyó bosques, lagos y ríos, y contaminó el cielo y la
tierra. Ahora vive, disfrutando de su victoria, en grandes casas de mil
ventanas, esperando ansioso el fin del mundo.
Kwentaro,
veintitrés de septiembre del dos mil nueve.
No hay comentarios:
Publicar un comentario